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La banalización del franquismo

La firma de Manuel Ortiz Heras, Catedrático de Historia Contemporánea

Cadena SER

Albacete

Han pasado ya 45 años desde la extinción de la dictadura franquista, con la aprobación de la Ley para la Reforma Política. Una gran parte de los españoles ha vivido sólo en democracia. Unos pocos más apenas la vivieron y, desde luego, no la han estudiado con rigor. El desconocimiento que pesa sobre este periodo crucial de nuestro pasado reciente es alarmante. Corremos el riesgo de trivializar esa experiencia política traumática tan ajena a los valores democráticos a base de intentar normalizar y maquillar un periodo incómodo.

Firma de opinión | La banalización del franquismo

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De la guerra salió un Estado policial que se proclamó totalitario y que contó con el apoyo fascista de Hitler y de Mussolini. Cuando nos referimos a la postguerra deberíamos hablar de la hambruna española, a la se enfrentó el país como consecuencia de una caótica política económica. La autarquía fue un tiempo de silencio, miseria, enfermedad y terror. Se eliminó la democracia y se persiguió a los republicanos por serlo, con la excusa de su amenaza comunista. Desaparecieron sindicatos de clases y partidos políticos. Por supuesto, la centralización del poder acabó con las autonomías y el autogobierno de los territorios. Se abortaron los avances sociales y educativos de la etapa republicana. Muy relevante fue el retroceso que supuso para la mujer el final de la coeducación y la eliminación del derecho al sufragio. Hoy, día de la eliminación de la violencia contra la mujer, no podemos dejar de mencionar el efecto pernicioso de las políticas que recluyeron y castigaron a las mujeres. Sin embargo, esto se mantiene prácticamente invisible en los libros de texto.

Franco estaba convencido de estar ungido por un dios muy particular, como era su propia concepción del catolicismo, para cumplir una tarea de reevangelización del país, al que quiso convertir en reserva espiritual de occidente. En esto contó con el inquebrantable apoyo de la Iglesia que, a cambio, controló la educación y la mente de todos. Al menos, una parte de ella, los movimientos de base, se desmarcaría en la etapa final.

Los años sesenta, los del desarrollismo, han tamizado las dos primeras décadas de una dictadura que alejó al país de la senda del crecimiento y la modernización. Eso sí, en contra de toda evidencia alimentaron la idea, sostenida todavía por un sector de la opinión pública, de que Franco fue un modernizador que habría dado a España una prosperidad sin precedentes. Hay incluso quien le atribuye la puesta en marcha de un estado del bienestar que no conocimos hasta la democratización del país. En realidad, el dictador nos privó del disfrute los derechos y procesos democráticos. De hecho, aquel gobierno autoritario tan longevo, que nos aisló de una Europa democrática reunida alrededor de proyectos como la CEE, tuvo efectos devastadores en los valores individuales, en los comportamientos de la sociedad civil y en las estructuras políticas.

A la dictadura no le faltaron apoyos sociales, como tampoco estuvo exenta de un antifranquismo que evolucionó y creció hasta su crisis final. Lo que nunca abandonó fue su voluntad represora, su enorme inversión en terror. Con motivo de los diversos estados de excepción proclamados entre 1973 y 1975 más de 6.300 vascos habían sido detenidos y muchos torturados. El Tribunal de Orden Público funcionó hasta 1977 y por él pasaron intelectuales, obreros y estudiantes. Se prohibían actos culturales y conferencias, y se procesó a muchos por asociación ilícita, propaganda ilegal y manifestación no pacífica. En septiembre de 1975, con la repulsa de la comunidad internacional, Franco ordenó fusilar a cinco personas. El 3 de marzo de 1976, en Vitoria, murieron cinco trabajadores, después de que los propios policías reconocieran que habían "contribuido a la paliza más grande de la historia". En los primeres meses de 1977 fueron detenidas 2.745 personas por motivos político-sociales. Debería de ser suficiente para no banalizar la dictadura y dejar de repetir que, a pesar de todo, tuvo cosas buenas.

 
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