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En misa y repicando

El catedrático de Historia Contemporánea, Manuel Ortiz, habla esta semana de la Iglesia, la homosexualidad, la Ley de Vagos y Maleantes y la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social

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Albacete

En agosto de 1933 el gobierno Azaña promulgó la ley de Vagos y Maleantes en el marco de nuevas políticas de orden público y de mecanismos de excepción impulsados por los republicanos. Se trataba de combatir los peligros que rodeaban a los sectores marginales de la sociedad. Fue una ley de defensa social de carácter preventivo de las conductas peligrosas que no suponía penas ni castigos sino medidas de seguridad. En 1935 el gobierno radical cedista amplió los supuestos de peligrosidad a los sujetos “que inciten a cometer delitos de terrorismo o de atraco”, pensando en el movimiento obrero.

Con la dictadura, la aplicación de la LVM se paralizó hasta 1944-1945. Entonces se impulsó con la creación de algunos tribunales especiales y la reforma del Registro Central de Vagos y Maleantes. La LVM, conocida como la “gandula”, fue modificada varias veces. En 1948 se incluyó a los estraperlistas entre los sujetos peligrosos y en julio de 1954 a los homosexuales, argumentando que “la producción de hechos que ofenden la sana moral de nuestro país por el agravio que causan al tradicional acervo de buenas costumbres, fielmente mantenido en la sociedad española, justifican la adopción de medidas para evitar su difusión.” Los motivos de su incorporación estuvieron vinculados al Concordato con la Santa Sede de 1953 y a la campaña moralizadora emprendida por grupos católicos que presionaron para aumentar los esfuerzos en la lucha contra la homosexualidad y la abolición de la prostitución.

En los albores del desarrollismo, los legisladores fijaron su atención en “el gamberrismo” buscando la “resocialización de los anormales peligrosos curables” y al internamiento de “los incurables”. Ante las importantes transformaciones sociales, el régimen reaccionó con la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, agosto de 1970. Se utilizaba arbitrariamente para la represión de las personas “molestas”, a las que se pretendía castigar sin que el Código Penal lo justificase, permitiendo el encarcelamiento de sujetos cuyo comportamiento no estaba recogido en ningún tipo penal. Las penas podían llevar desde tres meses hasta cinco años de internamiento en cárceles o manicomios para los homosexuales y demás individuos considerados peligrosos para su “rehabilitación”. Entre 1970 y 1979 se incoaron más de 58.000 expedientes y más de 21.000 sentencias condenatorias, 3.600 expedientes por homosexualidad y unos 1.000 condenados.

En la transición la derogación de la LPRS se convirtió en una de las principales reivindicaciones políticas, un símbolo de lucha por las libertades que se visibilizó en acciones muchas veces no exentas de polémicas por su espíritu trasgresor de protestas organizadas en las calles. La ley sufrió varias modificaciones, eliminando algunos artículos, pero no fue derogada totalmente hasta finales de 1995.

Hace unos días, el obispo de Tenerife declaró que ser gay es pecado mortal y lo comparó con quienes “hacen disparates”. Abre así la puerta a vincular la homosexualidad con un pecado mortal y la ha comparado con las personas que toman alcohol y “cuando hacen cualquier disparate” se justifican diciendo que han bebido. En plena polémica por el grave problema de las inmatriculaciones de propiedades, de denuncias por abusos sexuales y casos de pederastia, la iglesia católica española haría bien ejerciendo una auténtica autocrítica con la que tratar de estar a la altura de las circunstancias si no quiere verse cada vez más abocada al ostracismo.

 

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