Opinión

Siete con San Pedro

El estilita / Radio Coruña

A Coruña

El coche hizo un ruido chirriante y eléctrico y luego tosió como un asmático. Las luces del cuadrado de mando parpadearon, y eso fue todo. No estaba muy sorprendido. La madrugada anterior, el coche tampoco había arrancado, así que había tenido que llamar a la grúa, y el operario me había dicho que probablemente necesitaría una batería nueva. Llamé de nuevo al servicio de asistencia en carretera y apareció el mismo tipo de la noche anterior. “Sabía que eras tú”; me dijo satisfecho de haber acertado. Dejé el coche en el taller y, mientras le ponían una nueva batería, fui a la redacción. Era sábado por la mañana así que estaba vacía, pero me gusta así. Los sábados no hay mucho trabajo que hacer, pero, mucho o poco, me concentro mejor fuera de casa. La mañana transcurrió tranquilamente hasta que llegó un aviso por Whatsapp: había muerto un hombre en un accidente de tráfico en el mirador de San Pedro de Visma.

Aquello sí me sorprendió: era ya la séptima víctima mortal de tráfico en lo que iba de año dentro del término municipal. No parecía mucho, pero en A Coruña nunca habían muerto más de tres personas en un año por ese motivo. No dejaba de ser irónico, porque toda la ciudad se había convertido hacía más de un año en zona 30. Se suponía que aquello debía reducir los accidentes, y era cierto que habían descendido, pero no había impedido que murieran siete personas. 2022 era ya el año más negro que se recordaba en la ciudad de A Coruña en lo que se refería a la seguridad vial y el cómputo acaba de subir otro dígito. Llamé inmediatamente al fotógrafo y le dije exactamente dónde había ocurrido el siniestro, y le metí prisa. “Espera: estoy en Sada, no voy a llegar ni de coña”, me respondió. Sada, claro. Se estaba celebrando la feria modernista, un evento lleno de frikis vestidos de época justo al otro extremo del área metropolitana. Y, mientras, el cadáver de un hombre se enfriaba en San Pedro de Visma, y la noticia también.

Un minuto más tarde, estaba en el asiento trasero de un taxi quejándome al chófer de mis desdichas. Era la tercera vez aquel año que tenía que llegar a un accidente mortal a toda prisa porque el fotógrafo estaba en otra parte, o porque había ocurrido fuera de horario laboral. El taxista asentía mientras metía la tercera por la ronda de Nelle y yo miraba el reloj. Tenía que darme prisa, darme prisa. El coche se había estrellado contra un árbol, pero había pasado más de media hora ¿Estaría aún ahí? ¿Me lo encontraría subido en la grúa? Miraba el reloj una y otra vez. Como solo quedaran los policías locales tomando notas, la foto iba a ser una mierda. El taxímetro corría mucho más que el taxi, y yo estaba convencido de que existía algún tipo de conspiración contra mí. De los fotógrafos, o de los iluminati o de otro cualquiera.

Mis sospechas se vieron confirmadas cuando el tipo giró a la derecha en la última rotonda. En vez de ir a San Pedro de Visma, el taxista parecía dirigirse al monte de San Pedro. Un terrible presentimiento me inundó, y no era que fuera a intentar descuartizarme en un descampado. Aquello habría sido una noticia cojonuda, pero no iba a tener tanta suerte. “Sabe que vamos a mirador de San Pedro de Visma, ¿no?”, le pregunté. El tipo asintió. Cada vez estábamos cerca del maldito parque. “El mirador de San Pedro de Visma, en la carretera de Bens –le hablaba lentamente y en voz muy alta, como si se tratara de mi abuela sorda. En parte para enfatizar mis palabras, y que calaran en él, y en parte para no ponerme nervioso-. No el mirador del monte de San Pedro”. Aquello hizo la luz en la cabeza del chófer, que se disculpó y giró en redondo justo cuando entrábamos en la última curva antes del monte de San Pedro. Refunfuñé para mis adentros. El GPS ha echado a perder a los taxistas.

Pero cuando, por fin, enfilamos la pronunciada curva que hay en la carretera justo antes del parque de Bens, allí estaba: el coche negro estampado contra un árbol, los policías locales por todas partes, furgonetas y coches patrulla. Le dije al taxista que me dejara allí mismo y que me esperara en el aparcamiento del parque. Una policía se cruzó en mi camino, pero el mando me conocía. Saqué fotos del coche desde diversos ángulos, tratando que todos los agentes se vieran de espaldas. Los Bomberos había sacado el cadáver de aquel habitáculo que parecía una cajetilla de tabaco arrugada y la funeraria se lo había llevado hacía un buen rato. Parece que el conductor había dirigido directo al árbol, sin desviarse ni frenar, y sin cinturón de seguridad. El impacto le había desnucado instantáneamente. Tenía 48 años y dejaba un hijo pequeño. Una lástima.

Saqué una última foto mientras el taxista aparecía de nuevo para recogerme por iniciativa propia, Me subí al asiento de atrás y envié las fotos, luego llamé a la responsable de redes y le dicté el texto. Más abajo, en San Pedro de Visma, pasamos por delante de un coche aparcado de la TVG. Parecían perdidos, como si se hubieran detenido para preguntar una dirección. Sonreí y le conté a mi compañera mis cuitas. Lo del fotógrafo en Sada, lo del coche sin batería, lo del taxista confundido. Ella descartó inmediatamente que se tratara de una conspiración. “Eso es ser periodista”, sentenció.

 
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