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El estilita / Radio Coruña

A Coruña

Aquel día no estaba trabajando. De hecho, estaba tirando en el sofá, mirando Youtube, mientras controlaba de reojo la hora: en un rato tenía que ir al cumpleaños de unas amigas, y pensaba ser puntual. Era una ocasión especial, y por primera vez me había molestado en comprar un regalo en vez de limitarme a pagar mi parte de los regalos comunes. El esfuerzo, inusual en mí, me había dejado herniado y por eso estaba tirado en el sofá. Entonces recibí la llamada: era la Pilarica.

No sé si me has leído antes, pero ya le mencioné en una ocasión, en una entrada titulada “El referente”. Es mi fuente favorita en la Guardia Civil, que aquella vez me permitió ponerme por delante de la competencia en el crimen de Oza-Cesuras. Creí que me devolvía una llamada, así que cogí el teléfono con una broma en los labios, pero la Pilarica me cortó en seco: “Vete cagando hostias al muelle del Centenario. Han encontrado 600 kilos de coca en un barco chino”. Así, sin anestesia, ni nada. 600 kilos (luego resultó que eran 878) eran una barbaridad. En Medellín no, claro, ni en Vilagarcía de Arousa, donde encontrar coca es como encontrar nieve en Baqueira, pero se trataba del mayor alijo de la historia de A Coruña. Me levanté de un salto sin despejar el auricular de la oreja, porque la Pilarica seguía con lo suyo. “Están sacando fardo tras fardo y los están apilando en el muelle”. Al primero al que llamé fue al responsable de prensa del Puerto y, por supuesto, no me respondió. Me cagué muy fuerte en su madre mientras cogía las cosas. Llamé a la redacción y expliqué lo que estaba pasando y luego volví a telefonear al del Puerto, y otra vez, y otra, hasta que por fin me cogió el aparato. Ni siquiera le saludé: “Necesito que avises al de la puerta, tengo que ir al muelle del centenario ahora mismo”. “Cuenta con ello”, me respondió”. Ya estaba en el coche cuando llamé a la fotógrafa, que se encontraba en Arteixo en ese momento; le conté muy despacio lo que ocurría y le dije que nos veríamos allí.

Cinco minutos después, estaba en la puerta, discutiendo con el guardia de seguridad. El tipo se tomaba todo el tiempo del mundo mirando mi carné mientras yo me movía delante de él, de un lado a otro, como si me estuviera meando encima. Cogió la radio y se comunicó con alguien, presumiblemente su jefe, que le dijo que estaban esperando a alguien de otro medio, pero no del mío, sino otro con un nombre parecido. Solté un taco y le expliqué que eso ocurría a menudo, que la gente confundía los nombres, y que tenía prisa. Pero el tipo me miró todo pancho. Obviamente, aquel cubículo en el que estaba metido no solo le protegía de los elementos, sino de las preocupaciones de los demás. “La Guardia Civil ha ordenado cerrar el puerto”, me dijo. Y aquello era todo. Llamé a la fotógrafa con una sensación de derrota mientras salía de allí. Ella me dijo que quizá podría verse desde el castillo de San Antón, pero yo no las tenía todas conmigo.

No había nada que hacer, pero me negaba a irme y entonces, al girar una esquina, me encontré con que había gente entrando por una de esas puertas de torno y decidí aprovechar la ocasión. “Yo también quiero entrar”, comenté, como quien pide un cigarrillo. Me advirtieron de que no podría salir, pero aquello no me pareció un problema mío, sino de mi yo del futuro y así fue como entré al puerto, corriendo por explanadas vacías. Era sábado por la tarde, y no había ninguna actividad, ni camioneros, ni pescadores, ni marineros, solo un montón de gaviotas que chillaban mientras levantaban el vuelo, indignadas, cuando me acercaba a ellas corriendo, como si fuera el protagonista de una película de Hitchcock. Pregunté a unos tipos que encontré junto a un remolcador, pero no sabían nada de lo que estaba hablando y seguí corriendo a lo largo de un muelle que me pareció interminable, tomando como referencia la medusa, hasta que por fin apareció el barco. “Shan dong fu yi”, o algo así, leí en el casco del mercante amarrado. Dos vehículos blancos, que parecían pertenecer a la Policía Judicial de la Guardia Civil, estaban aparcados junto a él, pero no veía una pirámide de paquetes de cocaína, como la Pilarica me había prometido. Quizá ya estaban dentro de los vehículos.

Me acerqué como si estuviera paseando, mientras trataba de poner cara de estibador. Afortunadamente, después de mi carrera estaba empapado en sudor, lo que me daba cierta credibilidad. Pasé por delante, conteniéndome para no silbar. Un guardia civil de paisano bajaba del barco, mientras otros dos hablaban con unos tipos con casco. Me embosqué detrás de un montón de rollos de cable y saqué algunas fotos. Cuando se fueron los guardias civiles, hablé con los de los cascos, que resultaron ser unos tipos simpáticos, y lo que es mejor, lo habían visto todo, o la mayor parte. Tomé nota de que los buzos de la Guardia Civil habían sacado los fardos que estaban pagados al casco, bajo la superficie. Uno de ellos estaba acompañado de su hijo, un niño de corta edad, y ya se disponía a marcharse a casa. Le pregunté si le importaba llevarme y no, no le importaba. Mientras me ponía el cinturón, respiré profundamente, tratando de serenarme porque aún me latía el corazón muy rápido. La mayor parte de la gente necesita meterse cocaína para sentirse así, pero, por lo visto, yo solo tenía que escribir sobre ella.

 
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