Opinión

Salir del túnel

El estilita / Radio Coruña

A Coruña

Estaba sentado en mi mesa cuando sonó el teléfono. Si has leído mis textos alguna vez, te habrás dado cuenta de que muchas de las historias que cuento comienzan así, pero es que me pasa a menudo. La mayor parte de las veces se trata de alguien de un gabinete de prensa, que quiere estar segura de que ha llegado el correo que acaba de enviar, pero a veces me llevo una sorpresa. El teléfono negro, viejo, de números borrosos por el roce de mis dedos durante tantos años, parpadeaba enfadado con una luz roja tratando de llamar mi atención. Suspiré, cogí el auricular y me lo coloqué en la oreja como quien se pone una pistola en la sien.

Resultó ser una de las otras llamadas. La voz al otro lado de la línea sonaba mayor, así que me recliné en la silla. Los viejos suelen alargarse mucho. Por supuesto, no se identificó: casi ninguno lo hace. Me dijo (hablaba con un ligero ceceo) que había escrito algo que quería que publicáramos, pero no quería que fuera en la sección de cartas al director. Le dije que aquello no entraba dentro de lo habitual, pero insistió. Intenté cortar por lo sano. “Puede enviarnos un correo, lo leeremos y ya le diremos algo”, le ofrecí con total insinceridad. Pero no aceptó. “No quiero que vaya circulando por ahí”. Mis peores temores se confirmaban: me encontraba ante un idiota. Probablemente creía que había escrito una especie de obra maestra y tenía miedo de que acabara en alguna página web, retuiteada hasta el infinito. Sin duda, un trabajo tan excelente como el suyo merecía ser inmortalizado en letras de molde.

“Resulta que vi algo escrito en una pared, una pintada y me hizo reflexionar”, me aclaró. “Comprendo”, mentí descaradamente. Aquel fulano había tenido una especie de revelación y quería compartirla con el mundo, con la esperanza de que hiciera reflexionar a la gente. Por eso, y porque pretendía presentarla en un concurso y solo admitían trabajos publicados. Para colmo, insistió en venir a la redacción y leérmela en voz alta. Aquello era demasiado. Le dije que yo no era el tipo adecuado, que quien se encargaba de eso era el director, o la subdirectora, y que ella nunca aceptaría escucharle, porque era una persona extremadamente desagradable. No hubo manera.

Al final, acordamos que podría pasarse cinco minutos para que pudiera escucharle al día siguiente, aprovechando que era festivo, y que no tenía mucho trabajo. Se lo conté a mi jefa y le sugerí que fuera ella quien le escuchara, pero se rió de mí. Creo que fue el Día del Pilar. Vino a las cinco y media, y salí a la calle para recibirle. Era, efectivamente, un tipo mayor, pero no tanto como yo había creído. Tendría unos sesenta y tantos años, barba gris, unas gafas cuadradas y una enorme boina, de esas que lleva gente con ínfulas de artista. Aquello pintaba mal, pero me mostré educado y le llevé hasta la sala de reuniones, en donde sacó de una mochila una carpeta con varios folios. Antes de empezar me enseñó una foto de la pintada en cuestión: se encontraba en el túnel de Os Castros, que atravesaba a menudo y rezaba “Vivimos en una demomafia”.

Miré la foto y luego a él, fijamente. Me explicó que su idea consistía en que la foto acompañara el artículo, y luego comenzó a leerlo. Resultó ser una larga disertación sobre la pintada, y cómo le había hecho pensar sobre lo importante que es la regeneración democrática, cómo habíamos llegado a aquella situación, quiénes eran los responsables, qué mecanismos debían habilitarse para que se recuperara la fe del pueblo en la democracia. No escribía mal, y leía pausadamente, como si lo hubiera practicado de antemano, pero pasaba una cuartilla tras otra y aquello parecía no acabar nunca. Cuando por fin lo hizo, se quedó mirándome por encima de las gafas, esperando mi veredicto.

La boina estaba a mi alcance, sobre la mesa. Podía haberle corrido a gorrazos por toda la redacción pero, digan lo que digan de mí, puedo demostrar tacto cuando es necesario. Le dije que estaba bien redactado, pero que era demasiado largo y que comprendía que un artista como él no querría mutilar su obra y lo que es más, lo dije sin reírme. El tipo me dijo que había calculado la extensión tomando como ejemplo una de las columnas de El Semanal. Casi me atraganto, pero le respondí que había errado en sus cálculos, que aquello era para escritores como Prada o Reverte y le acompañé a la salida. Fue como ver la luz al final del túnel.

 
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