100,4 de Méndez Núñez
A Coruña
Recibí con cierta inquietud, no me importa reconocerlo, lo de que RNE iba a cambiar de ubicación porque me gustan las noticias, pero desconfío de los cambios. La alcaldesa había ofrecido el edificio de La Terraza, en los jardines de Méndez Núñez, donde se encuentra ahora el centro territorial de la RNE, como sede de la futura Agencia de Supervisión de la Inteligencia Artificial. Como A Coruña había sido la seleccionada, los periodistas tendrían que mudarse a otro sitio, aún por determinar. Había algo incongruente en que una agencia que se encargaba de vigilar el desarrollo de la alta tecnología se ubicase en un edificio de más de cien años. Uno se imaginaría una torre de reluciente cristal, no un palacete modernista, aunque La Terraza de cristal también va sobrada: es prácticamente transparente, con enormes ventanales. De niño, jugaba a su alrededor, pedaleaba con mi bicicleta saltando sobre sus escalinatas, atisbaba por sus ventanales sin distinguir nada.
En lo alto del edificio hay varios bustos, justo sobre la cornisa, cuatro a cada lado del edificio. Son personajes conocidos, muchos de ellos relacionados con el periodismo: Emilia Pardo Bazán, Salvador Madariaga, Juan Fernández Latorre, Manuel Murguía y Alejandro Pérez Lugín, por ejemplo ¿Qué hacen allí? Siempre me lo he preguntado. Los tejados son para las gárgolas, para las estatuas de cuerpo entero, pero los bustos son para el suelo, para que los entendidos le saquen el parecido, para que los curiosos lean sus nombres en el pedestal, para que los niños jueguen a sostener sus miradas de bronce hasta que se les saltan las lágrimas, para que en los homenajes coloquen flores al pie, incluso para que los vándalos los maquillen con spray ¿Qué sentido tiene colocarlos allí en las alturas?
Si los compañeros de RNE se van finalmente, creo que deberían llevarse los bustos, como quien se lleva a sus muertos cuando emigra a una nueva tierra. Deberían colocarlos en el vestíbulo de su nueva sede, en los pasillos, observando lo que hacen los nuevos periodistas. Creo también que ellos querrían marcharse. Lugín sin duda, y Pardo Bazán probablemente también. No estoy seguro de Salvador de Madariaga. A fin de cuentas, él era sobre todo un político. Probablemente querría quedarse vigilando la ciudad desde las alturas, llorando cuando cae la lluvia, mientras abajo se discute sobre permisos y protocolos para las IA.
Pero lo realmente triste es que, si se cierra la sede, pocos coruñeses lo lamentarán. En una entrevista reciente, Ramón Valles, el director del centro territorial de RNE, reconocía que había descubierto que, al preguntar a la gente en la calle, casi nadie sabía que La Terraza es la sede de RNE. Será como si nunca hubieran estado allí. Naturalmente, el público tampoco sabe que fue la sede del Deportivo, o de la Metro Goldwyn Mayer, pero eso queda en el pasado. Es la obstinación de la gente por ignorar el presente lo que molesta tanto a los periodistas, la terrible sensación de que cada artículo que escribimos, por el que nos esforzamos, por el que incordiamos a nuestras fuentes, por el comprobamos los nombres y las cifras, y por los que cruzamos los dedos para no cometer errores, es en vano. Un gesto sin sentido y vanidoso, como escribir tu nombre en la arena sabiendo que lo borrará la marea. Los titulares que al día siguiente envuelven pescado o periquitos muertos, las palabras que pronunciaste, que radiaste, y que desaparecerán cuando lo haga la gran antena del tejado.
Con el tiempo aceptas que todos parecen ensimismados en sus problemas, demasiado ocupados para reconocer los nombres que hemos pronunciado un millón de veces, de entender la importancia de las noticias que seguimos a veces durante meses o años, los mismos que nos llaman para contar anécdotas insustanciales como si nos ofrecieran primicias, o que se quejan porque no hemos contrastado lo suficiente una noticia de la que solo han leído el titular. Quizá solo les importa a otros periodistas y solo hablamos con nosotros mismos. Desde luego, esto no parece que apele a nadie más.
Creo que me pongo sentimental porque recuerdo mi propia mudanza. Fue en 2020, en plena pandemia, cuando los jefes decidieron que era el momento de dar el paso. A fin de cuentas, la mayoría trabajaba de forma telemática. La excepción era yo, que prefería trabajar en la redacción incluso a solas. La enorme nave estaba vacía y lo único que se oía era el teclado de mi ordenador. No recuerdo que estaba escribiendo, probablemente un artículo de relleno (encontrar noticias resultaba difícil durante lo peor de la pandemia) y ,de repente, me invadió la nostalgia de saber que nunca volvería allí. No era un edificio precioso como La Terraza, sino una nave comercial, fea y vieja, pero había pasado en ella más de quince años. Allí había conocido a muchas personas, algunas muy especiales para mí, y vivido muchas experiencias. Me levanté y encendí la pantalla de los ordenadores uno tras otro, como quien pone velas a los muertos, y pude ver cómo se movían los cursores y se escribían las entradillas, se corregían los titulares, se abrían y cerraban los documentos por sí solos.
Luego me senté y seguí escribiendo, rodeado de fantasmas, hasta que llegó el momento de marcharse a casa. Me levanté, apagué las luces, suspiré y me fui dejando muchas cosas atrás. A lo mejor los compañeros de RNE sentirán algo parecido, cuando llegue el momento de la desconexión. A lo mejor escuchan como un eco, o un deja vu, cuando el zumbido de las máquinas cese y todo quede en silencio. O a lo mejor los oyentes son los que tienen razón, y nunca han estado en La Terraza, y su verdadera dirección es el 100,4 del dial.