El vuelco
A Coruña
Durante el discurso de la alcaldesa cabeceé un par de veces, no me importa reconocerlo. La prensa estaba reunida en una sala del palacio municipal, diez personas mirando una pantalla para enterarnos de lo que ocurría al otro lado del pasillo, donde la alcaldesa acababa de jurar el cargo. Mi compañera y yo nos habíamos repartido el trabajo: a ella le tocaba cubrir el discurso y la ceremonia en sí, mientras que yo me encargaba de la oposición y del ambiente que se vivía en la plaza, donde dos grupos distintos se manifestaban aprovechando la ocasión que les brindaba la investidura.
Además, la mayor parte de lo que decía la alcaldesa ya lo había oído. Lo de la segunda renovación de la ciudad, lo del coruñesismo, y lo del techo de cristal. En el feminismo se usan tres metáforas para denunciar la escasez de mujeres en puestos altos: el suelo pegajoso, la tubería que gotea, y el techo de cristal, pero esta última es la más popular. Rey ya había roto un techo al ser la primera alcaldesa de la democracia y contaba que había roto otro más al revalidar su cargo. “Pero me he encontrado muros de hormigón”, añadió. Aquello sí era nuevo, pero nunca supe qué quería decir, porque ahí fue donde cabeceé la primera vez.
Cuando volví a abrir los ojos, Rey había pasado página y estaba con los agradecimientos. Se dirigió a su familia, que estaba presente, en un gesto melodramático, y pidió perdón a sus hijos por “todas esas noches sin cuentos”. Miré a mi lado, y mi compañera tenía los ojos empañados por las lágrimas y yo puse los míos en blanco. No es que me extrañara: mi compañera es todavía una chica joven e ingenua, y estaba visiblemente emocionada. En cambio, mi idea de una noticia emocionante es bastante distinta.
Aquella misma mañana había estado en un vuelco causado durante una persecución policial. Había ocurrido alrededor de las nueve de la mañana: un coche camuflado de la Policía Local había descubierto a un tipo circulando por Alfonso Molina dando bandazos y le había dado el alto, pero había decidido darse a la fuga, tomando la carretera de Vilaboa para luego meterse por Palavea subir a toda velocidad por una estrecha callejuela y estrellarse finalmente contra un muro. El poli que me lo contó me explicó que todavía estaban allí, pero no me supo decir dónde era “allí” exactamente. A veces pasa.
Había salido a toda prisa de casa y conducido rápidamente a Palavea. Tuve que dar varias vueltas, y preguntar un par de veces, antes de encontrar el lugar. Para entonces, los policías locales se las habían arreglado para colocar el vehículo sobre sus ruedas. No estaba muy dañado, aunque se había caído la defensa delantera. Su dueño se encontraba en la furgoneta de Atestados, charlando con un municipal. Era joven, unos treinta años, vestía un chándal negro y el pelo estaba cortado a tazón, con las sienes afeitadas, como está de moda ahora. Parecía la viva imagen de un ‘poligonero’. Guié por teléfono al fotógrafo hasta allí y se fue a hacer fotos al coche siniestrado, que se encontraba al doblar una curva.
Al salir de la furgoneta el ‘poligonero’ vio a mi fotógrafo y no le hizo gracia, ni siquiera cuando los policías le dijeron que estábamos autorizados. Intenté tranquilizarle asegurándole que no sacaríamos su cara ni su matrícula. “No sé si quieres hacer alguna declaración”; aventuré esperanzado. El tipo me miró un instante. Tenía las pupilas como cañones. “Tienes suerte de que esté aquí la Policía”. Obviamente era un cretino, uno de esos que no son capaces de estar cinco minutos sin meterse en un lío. “Me siento afortunado”, le respondí.
No le hizo gracia. Intenté calmarlo y él me respondió con un “ñeñeñeñeñeñe”. No pude evitar reírme y eso hizo que el ‘poligonero’ se volviera hacia los policías. “¡Se está riendo de mí!”, se quejó como si estuviéramos en una clase. Los agentes estaban más hartos de mí que deél, me dijeron que me largara y así lo hice, con las manos en alto a modo de disculpas. El fotógrafo, otro tipo de negro y antisocial, me dijo que estaba buscando que me dieran de hostias y que llevaba años haciéndolo. Una amiga, al que le conté lo ocurrido, coincidía con él. “No comprendo por qué vas a cubrir esas cosas”, me reprochó. No podía decirle la verdad: que me gustaba cuando las historias daban un vuelco