Opinión

LA foto

El estilita / Radio Coruña

A Coruña

Pensarás que soy un exagerado, pero cuando vi aquella foto… Era LA foto. Llevo quince años cubriendo los sucesos de esta ciudad, y nunca había tenido en mis manos una instantánea parecida. He tenido que ilustrar muchas noticias con fotos de portales de las casas donde habían tenido lugar crímenes terribles, de manchas de aceite porque había llegado demasiado tarde como para obtener una foto del coche destrozado en un aparatoso accidente, de incendios pavorosos de los que solo quedaba el tizne. Pero esta vez no. Esta vez lo tenía.

No podía dejar de mirarla. Un fulano vestido con una camiseta naranja y unos pantalones y una gorra de camuflaje miraba a cámara, delgado como uno de esos galgos que se han puesto de moda entre las chicas guapas. Tenía unos cuarenta y algo y lucía una barba grisácea. Y tatuajes. En las manos, en los nudillos, en los brazos, e incluso en la cara, en las cejas y en la mejilla. También tenía un aro en el septum. Del cuello le colgaba una cadena de oro, gruesa como para cerrar la puerta de un camión con ella. Estaba delante de un mostrador, y sacaba monedas de una caja registradora con su mano derecha para meterlas en la bandolera que le cruzaba el pecho, mientras en la izquierda sostenía un cuchillo. Había una mancha de sangre en su antebrazo derecho y la hoja del cuchillo también estaba roja.

Era, en resumen, la foto de un atracador en pleno atraco. Que yo supiera, era la primera vez que se conseguía una imagen así. Tenerla era algo increíble, como obtener una fotografía del monstruo del lago Ness o de un extraterrestre. Era la viva imagen del toxicómano, del quinqui, del tirado. Lumpen puro, conservado a base de metadona. El David de la marginalidad. Una Gioconda enmarcada en un teléfono móvil que sostenía aquel chico que me la enseñaba.

Yo estaba allí, en la calle Pontedeume, porque un compañero de la redacción me había dicho que había visto varios coches patrulla. Nueve de cada diez veces no es nada interesante, pero lo comprobé con una llamada: había habido un atraco y alguien estaba herido. Cuando llegué, ya habían pasado casi dos horas y no se veía nada anormal, así que puse en práctica mi táctica habitual, que consiste en preguntar en el bar más cercano. En una mesa junto a la puerta había dos jóvenes y les pregunté. Uno de ellos (un chico educado, latino, también con tatuajes en la cara) resultó ser el hijo de la víctima. Me lo explicó todo.

Resulta que su madre tiene una tienda de alimentación donde vende frutas y golosinas. Esa tarde, cuando estaba levantando la persiana, aquel yonqui se le acercó por detrás y le amenazó con el cuchillo. Se metieron en la tienda y él quiso arrancarle el bolso. No era la primera vez que atracaban a la frutera, pero aquella vez decidió que ya estaba harta. Se defendió y forcejeó con el atracador, y fue entonces cuando recibió varios cortes en cuello y una puñalada, o, mejor, un pinchazo. Probablemente, el yonqui no quería hacerle daño, y tras librarse de ella, se acercó al mostrador y comenzó a llevarse el contenido de la registradora. Fue en ese momento cuando la mujer sacó el móvil se acercó a él, y le sacó una foto. En ella se apreciaba la expresión extrañada del yonqui, que no podía entender por qué no huía.

Había que reconocer el valor de aquella mujer. Ensangrentada como estaba, tuvo suficiente presencia de ánimo como para tomar aquella imagen. No le faltaba ánimo, ni pulso, claro, aunque la imagen estaba un poco borrosa. Pero seguramente incluso a Frank Cappa le habría temblado un poco la mano después de haber sido apuñalado o, mejor dicho, a Gerda Taro. Aquella frutera había conseguido la foto que le habría encantado firmar a cualquier reportero gráfico.

Su hijo me comentó que las heridas eran superficiales y que estaba fuera de peligro y me pasó la fotografía. Estaba discutiendo con mi jefa en qué parte de la portada la publicaríamos cuando el chaval me envió un mensaje. Había hablado con la Policía y estos no querían que la publicara. Justo lo que me había temido. No era la primera vez que la Policía me arruinaba la noticia pidiendo que no publicara un dato o una noticia alegando que era una prueba, y por eso había enviado al fotógrafo a la frutería. Teníamos imágenes de la Científica tomando muestras del lugar del delito y eran buenas. Pero no era LA foto, la que haría que los compañeros de otros medios se muriesen de envidia, que me permitiría alardear por la redacción. Era una instantánea, y solo me había durado un instante.

 
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