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A Coruña

Esa mañana llovía. De hecho, en el último mes no había dejado de llover, pero en ese momento caía con una intensidad constante, el mismo ritmo con el que un corredor afronta una maratón. Iba a seguir lloviendo el resto del día, y el agua resbalaba ya por mi cortavientos verde. Lo que no me resbalaba tanto era lo que ocurría delante de mí: agentes de la Policía Nacional salían por fin del piso que habían estado registrando durante horas. Era el momento que estábamos esperando: los fotógrafos comenzaron a disparar sus cámaras mientras salían del portal los policías cubiertos con pasamontañas. La imagen valía la pena: uno de ellos llevaba lo que parecía una especie de rifle tipo Winchester, como los que se suele ver en los westerns, y otro una espada desnuda.

Pero el que salió esposado no era un vaquero ni mucho menos un caballero, sino un tipo de mediana edad con barba gris. Para ocultarle la cara, los policías le habían puesto la capucha de un abrigo que le colgaba de los hombros, pero se podía distinguir como sonreía, como si todo aquello le pareciera muy divertido. Según me contaron después, no habían encontrado nada. Su exnovia, una joven prematuramente desdentada que esperaba en la calle, aseguraba que no traficaba, aunque reconocía que armaban alboroto como denunciaban los vecinos. Lo dudaba, aunque solo fuera porque un tipo negro apareció después para silbarle a su ventana, sin que le importara que hubiera policías en la calle.

Me intrigaba más lo de la espada. Parecía que los traficantes de drogas tienen una especie de filia por ellas, como si las necesitaran para cortar la farlopa. Los policías suelen encontrarse toda clase de armas, o réplicas, cuando entran en los pisos de los camellos. Yo había estado en alguno y suelen estar abarrotados de toda clase de cosas, desde cadenas musicales a camisetas de fútbol, posters de grupos musicales y armas, como cuchillos. Pero, sobre todo, catanas. Supongo que en Japón lamentarían enterarse de que la antigua arma de los honorables samuráis se había convertido en un signo de estatus entre el lumpen coruñés. Para mí, no se trataba tanto de apropiación cultural como de indigencia mental. En el mundo de los macarras, donde la testosterona corría como la cocaína, la espada pasaba de ser un símbolo de honor a un símbolo de hombría, prácticamente fálico, que se sujetaba con las dos manos.

En teoría, era un simple adorno, pero traficar con drogas es un oficio peligroso, y tener una espada a mano es tentar a la suerte. Precisamente estos días estaban juzgando a dos tipos que habían irrumpido en la casa de un traficante para robarle. El camello iba en silla de ruedas, pero eso no había detenido a aquellos adalides de la igualdad del trato: le habían tirado al suelo y le habían golpeado con una catana una y otra vez hasta que se rompió, mientras le gritaban que querían la droga y la pasta. La víctima salió viva de milagro, mientras sus agresores se daban a la fuga con 700 euros.

Cada cierto tiempo, las catanas salen a relucir. En 2021, un borracho al que habían echado a patadas de un negocio en Monte Alto después de que negarse a pagar volvió armada con un espada samurái dispuesto a vengarse. Aquel Miyamoto Mushashi de Hacendado hirió a una mujer en la cara antes de romper la hoja y ser detenido por la Policía. En 2003, incluso mataron a alguien con una espada. Era un vecino de la Sagrada Familia al que encontraron cubierto de cuchilladas tras una orgía. Según parece, una de las participantes sintió celos, así que cogió la catana que adornaba una pared y cortó por lo sano. Banzai.

En mi mente se abre paso la certeza de que, si las pelis de Kurosawa se convirtieron en westerns en los Estados Unidos, en Galicia deberían transformarse en pelis de narcos. Sin duda hace falta un Tarantino local que rodara duelos de espadas en la Costa da Morte, regando las leiras de sangre. Pero, aunque estos ojos no lo vean nunca, para mí las catanas ya están indisolublemente unidas al lumpen, igual que las camisetas sin mangas o los tatuajes en la cara, la única parte aguda de unos tipos que vivían al filo. En cierta manera, yo también.

 
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