El guiri
A Coruña
El verano pasado estaba sentado en mi escritorio ojeando correos y sorbiendo café en un vaso de plástico cuando se acercaron para decirme que tenía que encargarme de un becario. Miré a la secretaria de dirección con recelo. Tenía que ser una broma porque yo no me encargo de eso, pero me dijo que mi jefa estaba de vacaciones, así que recaía en mí. Entonces recordé que recientemente me habían nombrado jefe de local así que miré el currículum que me entregaba. Tenía que ser una broma. “Aquí pone que es de Nuevo México”, señalé con el dedo, acusador.
No era una broma: La secretaria me recordó que teníamos una especie de trato con una academia de idiomas. Eso también era cierto: no tengo muy claro qué sacamos nosotros, pero los de la academia nos enviaban a alumnos extranjeros para que jugaran a ser periodistas. Habíamos tenido algún italiano escribiendo una columna sobre la experiencia de un alumno de Erasmus en la ciudad, y qué cosas l habían llamado la atención. Tortilla de patatas vs provolone o algo así. La crónica diaria de un choque cultural. Me había parecido una chorrada, y ahora tenía mi propio estudiante para decirle qué hacer.
Al día siguiente su profesora, que lo acompañaba, me lo presentó: Un chaval alto y espigado, que no podía tener más de veinte años, rubio y de ojos azules y muy redondos, de barba cuadrada y coleta. Tenía pinta de mochilero, o estudiante de Bellas Artes. Lo primero que pensé era que parecía un chaval majo. Lo segundo, que los guiris mienten tanto sobre su dominio del español como nosotros sobre el del inglés porque en su currículum figuraba que su nivel era “conversacional” después de dos meses en Chiapas. Además, en la universidad de Nuevo México había estudiado Periodismo y Español, pero escuchándole llegué a la conclusión de que, “conversacional” significaba “de andar por casa”.
Pero yo hablo algo de inglés, así que nos arreglamos. Corrió como la pólvora por la redacción la noticia de que “alguien” me había confiado el cuidado de un ser desvalido. Me sentí como cuando era un crío y dejé la pecera del pez de colores junto a la ventana en verano, pero ignoré ese recuerdo. Estaba dispuesto a transmitir a ese chaval todos los conocimientos que atesoraba como uno de los periodistas más prestigiosos de la ciudad. El problema era encontrarle trabajo que hacer. El guiri acudía a la academia por la mañana, de manera que decidí enviarle a cubrir esos eventos a los que nunca nos dignamos a enviar a un redactor: inauguraciones de exposiciones y conferencias. Su español era tan malo que no servía, siquiera, para hacer notas de prensa y teníamos que rehacerlas. Así, entre el ir y venir por una ciudad extraña, y tratar de entender lo que le decían en los actos a los que acudía, echaba la tarde y acudía listo para rellenar el pequeño espacio que le había reservado, Me sentaba junto a él, y lo reescribíamos juntos.
El guiri no ponía nunca el sujeto en el titular, a la manera inglesa, y no acertaba una concordancia de género y número ni por asomo. Escribía largas frases de varias líneas que no parecían tener sentido. Las preposiciones le sobrepasaban. Para ser justos, conozco a muchos españoles de nacimiento a los que les pasa lo mismo, pero no tenía que corregir lo que escriben. El segundo día, le envié a un evento en un colegio de la Ciudad Vieja. Le dije específicamente que no se quedara. “Solo cinco minutos y vuelves ¿Lo entiendes”, le pregunté. Me dijo que sí. Luego me enteré que siempre decía que lo entendía. Había que preguntarle dos veces para que reconociera que estaba perdido. Ese día se quedó allí dos horas. Por la redacción cundió el rumor de que había perdido al guiri, como si lo hubiera enviado a alguna misión suicida y no a un colegio. Alguien dijo de llamarle, pero no tenía su móvil. Cuando apareció, horas después, no se había enterado de casi nada.
Durante las semanas siguientes, la rutina se repitió. Le expliqué algunas reglas, como que los lectores son tontos y que hay que explicarles todo lo que se incluye en el artículo, y que nunca hay que titular con lo que los políticos dicen porque son chorradas. Tenía un cuaderno en el que anotó “chorradas”. Era un verdadero estadounidense. Su ciudad natal era una pequeña población en la frontera con México y se asombraba de lo tranquila que es A Coruña. Allá tenía un rancho, una camioneta y armas de fuego. Me mostró un vídeo en el que perseguían en camioneta a unos jabalíes y los ametrallaban. Luego otra foto en la que posaba sonriente con un rifle enorme junto a otro puerco. Era impresionante, desde luego. También era religioso y estaba en contra de las corrientes progresistas del norte. Cada vez me resultaba más interesante.
Él también mostraba mucho interés. Su profesora llamó para decir que estaba encantado y que quería alargar su estancia un mes más. Me preguntó si había algún problema. A mí no se me ocurrió ninguna buena excusa, así que dije que no. Luego volvió a llamar. Quería quedarse dos semanas más. Claro, dije yo. Se fue en diciembre. Antes de irse, nos regaló algunas cosas. Algunos recibieron carne seca. Otros, cuchillos de madera, para untar mantequilla, supongo. A mí me regaló una taza verde, con pintas negras, que parecía un huevo de dinosaurio, elaborada por su abuelo. En su último día, escribió una columna en la que contaba todo lo que había aprendido y me daba las gracias. “Aprendí que los lectores son tontos”, escribió. Mi jefa lo borró, claro, pero el recuerdo del guiri resultará más difícil de borrar. Mientras siga tomando café.