Humildad
A Coruña
En realidad, ese día no tenía que trabajar, pero faltaba personal y mi jefe me pidió que fuera a cubrir aquella rueda de prensa en Inditex, así que no me quedó más remedio que coger el coche e irme para Arteixo. La cosa empezaba mal, porque el acto, donde iban a presentar la cuenta de resultados, iba a tener lugar a las once y media pero teníamos que estar allí a las once. El fotógrafo se había quejado, y tenía razón. Yo decidí jugármela y llegué a las once y cuarto. Tengo que decir que había pasado por delante de la enorme propiedad de Inditex en Arteixo en muchas ocasiones, pero nunca había entrado en ella. Tampoco tenía muchas ganas.
Voy a dejar claro que no tengo prejuicios contra los ‘inditexos’, esa gente de Zara o filiales que mis amigas eran capaces de reconocer de un golpe de vista y que, según cuenta la leyenda, se dedican a subir los precios de la vivienda en A Coruña y a convertir los locales de moda en antros de pijerío. Sujetos y sujetas pagados de sí mismos por el hecho de pertenecer al emporio textil más grande del mundo que genuflexionaban cada vez que aparecía Marta Ortega sin importarle que toda aquella riqueza y poder se cimentara en espantosos talleres del tercer mundo donde se permitía el trabajo infantil en vez de permitirles asistir a sus inexistentes escuelas.
Según me dijo mi jefa, lo de llegar media hora antes era cosa del protocolo empresarial. Da igual: llegué quince minutos tarde, o antes, según se mire, a esa enorme propiedad, edificios grandes que parecían recién construidos rodeados de inmensos céspedes que parecían recién cortados. Aparqué frente a la garita de centinela más elegante que había visto en mi vida. Dentro había un gran mostrador negro y unos jóvenes impecablemente vestidos. Uno de ellos, un chico alto, tenía una pulsera con la bandera de España.
Consultaron si estaba en una lista (no estaba) y luego hicieron una llamada. El chaval asintió un par de veces, colgó y me dijo que me diera prisa. Cogí el coche y recorrí una calle hasta una barrera, que se levantó a mi paso, llegué a una rotonda donde un guardia de seguridad me indicó que fuera a la izquierda. Un segundo guardia me indicó que girará a la izquierda otra vez y entré en un aparcamiento enorme de varios pisos. Aquello era tan grande como Marineda City. Un tercer vigilante me dirigió a un ascensor donde me esperaba otro chico igualmente alto y trajeado, con una verruga en la nariz. Era el primer ascensorista que veía en mi vida. Aquel botones Sacarino de diseño me llevó tres pisos más arriba. Cuando las puertas se abrieron, me encontré en un vestíbulo enorme, que acogía una escalera igualmente grande. Justo debajo de la escalera había una cafetería. Me asaltó una vez más la idea de encontrarme en un muy exclusivo centro comercial donde hasta el papel higiénico era de diseño.
Los fotógrafos estaban al fondo, detrás de un cordón de terciopelo, y los flases empezaron a estallar cuando tras la esquina apareció el consejero delegado de Inditex, un tipo delgado y calvo, de cabeza grande que sonreía de forma reservada. Subí los escalones de la gran escalera de cuatro en cuatro hasta el piso superior, donde otra pareja de azafatos me había indicado. En otra sala enorme habían dispuesto dos filas larguísimas de mesas perfectamente ordenadas, ocupadas por representantes de medios de comunicación de toda España y parte del extranjero. La mitad me parecían más bien actores que verdaderos periodistas y me hacían sentir fuera de lugar en una rueda de prensa por primera vez en mi vida.
Me senté en el único sitio que encontré, justo en primera fila, entre una mujer con melena rubia y un chaval con traje. Alguien de comunicación de Inditex se acercó con pasitos cortos para preguntarme de qué medio era. Le respondí en tono desafiante. Me intrigaba que en la mesa hubiera unas pantallas diminutas que reproducían la imagen del consejero delegado que tenía justo enfrente. Según me dijeron, era para no tener que levantar la vista mientras se tecleaba en el ordenador. Dejé caer mi sobado bloc de notas sobre la mesa y me repantingué. A los lados del atril, dos pantallas gigantes donde se proyectaban imágenes publicitarias, paisajes de ensueño y chicas de escándalo que me miraban sonrientes. Junto a la pantalla había un vaso y una botella llena de agua, con el cuello ancho, como si fuera un desodorante. Tenía sed, pero preferí no tratar de abrirlo. Además, seguro que era agua de pepino.
Afortunadamente, la sensación de incomodidad dejó paso rápidamente al aburrimiento. Después de 45 minutos, había visto tantas veces a la misma chica en bikini que estaba a punto de pedirle el teléfono. Mientras, el consejero delegado desgranaba números y se disponía a detallar el secreto del éxito de Inditex, que había vuelto a alcanzar cifras récord de beneficios. Agarré el boli. “La humildad”, declaró. Solté el boli. En realidad, tenía mérito: si mi sueldo fuera como el PIB de un país pequeño, sería incapaz de sentir humildad. A aquello siguieron otros 45 minutos de preguntas en las que los azafatos iban y venían pasando los micrófonos a los periodistas, pero rechacé la posibilidad de tener mi momento de gloria. Yo también puedo sr humilde.
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