Opinión

Policías y periodistas (I)

El estilita / Radio Coruña

El estilita

A Coruña

En este trabajo se coincide bastante con policías, sobre todo si eres reportero de sucesos. Por supuesto, los policías son una fuente de información muy valiosa, pero cuesta bastante ganarse su confianza. En realidad, yo creo que ambas profesiones tienen algo en común: a menudo nuestra presencia incómoda a la gente, pero exigen que acudamos inmediatamente cuando nos necesitan. Además, la Policía tiene que tratar a menudo con gente que denuncian molestias como si fueran delitos, y yo tengo que soportar llamadas de gente que cree que cualquier cosa que le pasa es una noticia.

A pesar de mis esfuerzos por generar empatía, mi relación con ellos puede resumirse en que siempre trato de averiguar dónde están y luego tratar esquivarlos. Ellos no se fían de mí y yo tampoco de ellos: me pasó el otro día, cuando acudí a una ruina en la avenida de Finisterre. Era un esqueleto de hormigón que llevaba años vacío, y no me había enterado de que había okupas en él hasta que una chica había caí desde dos o tres pisos de altura. Casi se había matado.

Resultó que en entresuelo vivía una pareja muy simpática, una señora de Santiago con su novio, un joven marroquí, que me explicaron que llevaban un año allí y que trataban de que n no entrara nadie a meterse o a montar botellones. Sin embargo, había conseguido colarse una pareja, un tipo rumano con su novia. Él siempre estaba borracho, y puede que tuvieran una discusión. Estaba con la compañera de redes sociales que grababa las columnas de cemento cubiertas de grafiti con un gesto de concentración, pero me siguió cuando busqué los escalones que llevaba al piso superior. No había paredes, solo pisos de cemento, y cualquier paso en falso podía hacerte caer hasta el garaje subterráneo. No parecía que nadie pudiera vivir allí.

Sin embargo había algunos sin techo que habían levantado una especie de chozas con ladrillos sobrantes, como niños que estuviera jugando a los castillos. Me crucé con uno en las escaleras, un tipo extranjero con gafitas, que parecía un tipo formal, y le pregunté por el novio de la chica, como si fuera el vecino de una comunidad cualquiera. Me señaló hacia arriba.

Encontramos la novio dormido en su cubículo de ladrillos. Era un tipo desnutrido y pálido que dormía la resaca a pierna suelta, cubierto por una manta. Carraspee lo más alto que pude y se despertó. No pareció sorprendido de que estuviéramos aquí, así que le sonreí de la forma más cordial que pude y hablé lentamente, como si fuera a cámara lenta. Le expliqué que quería saber qué había pasado. Asintió y se levantó. No llevaba pantalones, y mostraba unas piernas flacas. Señaló un montón de libros de bolsillo sobre una estantería de ladrillos. “Esa es mi biblioteca”; explicó, como invitándonos a leer.

Nos alejamos un rato. La compañera de redes seguía grabando. Aparecieron entonces un hombre y una mujer. Él era robusto, calvo, con barba espesa, más cerca de los cincuenta que de los sesenta. Se acercaron caminando entre los escombros, casualmente. Me recordó a ese actor catalán, Josep María Pou. Le dije a mi compañera que eran policías. Habían llegado demasiado pronto y nos iban a quitar el testigo. No era justo, habíamos llegado primero, pero no funciona así. Él sonrió: “Hola ¿Vosotros quienes sois?”, nos preguntó. Intercambié una mirada con mi compañera. “Periodistas”. “Yo también”, respondió. Asentí con los ojos abiertos, fingiendo sorpresa. “¿Sí? Pues pareces policía”, le comenté. Él se rió, como si fuera un chiste. “Tienes buen olfato”, admitió.

Eso no me consolaba. Existe una regla no escrita cuando se trata de testigos y es que hay que llegar antes que los policías, porque siempre les dicen que no hablen con nosotros y después no se les puede arrancar una declaración. Miré aquel indigente borracho y esquelético que se peleaba con sus pantalones con la decepción de todo lo que pudo ser y nunca sería. Cuando se los subió, fue como si cayera un telón.

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