Opinión

Afuera y sin salida

El estilita / Radio Coruña

El estilita

A Coruña

Por un momento, me sentí como uno de esos viejos que pasan el tiempo mirando una obra. El tipo había empezado a poner ladrillos, uno a uno, formando hileras en el umbral de la puerta del 120 de la ronda de Nelle. Yo estaba solo allí, con los obreros, los municipales, el fotógrafo y la de redes. Los dos tomaban imágenes con gesto concentrado, pero yo tenía poco que hacer. Mi obligación era saber que aquel tapiado iba a tener lugar, y cuándo, así que había cumplido. Mire nerviosamente a mi alrededor, atento a la aparición de la competencia.

Quien apareció fue el dueño del bar de enfrente. Un tipo de unos cuarenta y tantos años, escaso de pelo, flaco, sonriente. Empezó a invitar a un café a todo el mundo: a los policías locales, a los obreros, incluso a la prensa. Todos lo rechazamos tras darle las gracias. Me contó que estaba encantado porque había cogido el traspaso del local hacia cinco años, antes de la pandemia, y los okupas le habían hecho la vida imposible desde el primer momento, robando y dejándole el baño hecho un asco: “A ver si ahora se van y se buscan la vida”.

El obrero colocó una nueva hilera de ladrillos. Untaba con cemento cuidadosamente cada uno, como yo pondría mantequilla en las tostadas, y luego los disponía en su lugar. El tamaño de la puerta no coincidía con el de los ladrillos, así que había una rendija. Sin inmutarse, rompió con la misma paleta con la que ponía el cemento un ladrillo, de un golpe seco “tac” y cubrió el hueco con habilidad. Un chaval pasó por delante de la puerta. “No te esfuerces mucho, que la vamos a tirar”, advirtió. Uno de los policías le paró, pero solo era una bravata. Todo había acabado. Habían llegado a contar a 82 personas ahí dentro y ahora no quedaba ninguno.

El Ayuntamiento había logrado convencer a los hermanos propietarios del inmueble, que llevaban años ignorando sus requerimientos, para que lo tapiaran. De esta manera, no eran desalojados, sino evacuados, por su propia seguridad. Curiosamente, habían sido los propios okupas los que habían puesto fin a todo, provocando un incendio en el edificio en el que llevaban instalados hacía años. Las autoridades sospechaban que el incendio en el noveno piso había sido intencionado y hablé con otros residentes que me contaron lo que creían que había pasado.

El caso es que hacía un par de semanas le habían abierto la cabeza a alguien en Padre Rubinos, y a otro le habían propinado una paliza en Labañou. El incendio habría sido el último episodio de aquella pequeña guerra. Uno de los tipos con los que hable, un mendigo sexagenario que se había encontrado con el incendio cuando volvía de pedir en el supermercado, se encontró con el fuego y el humo saliendo del noveno piso. “Lanzaron una antorcha, o algo así. Aquí hay gente decente, pero estos no paran de armar follones y peleas”, se lamentaba. Nadie volvería a la casa, okupada o no, que había sido su refugio durante años. Otros solo estaban allí desde hacía unos meses. Hablé con varios de ellos.

Había gente decente y chicos quizá no malos, pero salvajes, como salidos de El Señor de las Moscas, que se peleaban y robaban a la gente en la calle y les quitaban los teléfonos móviles, y corrían allí, al 120 de la ronda de Nelle. Aquel edificio había sido su isla y, como en el libro, un incendio había puesto fin a todo. Aquello de las moscas me recordó el verano pasado, cuando Medio Ambiente tuvo que retirar las toneladas de basura que se habían acumulado en el patio anterior donde se criaban nubes de insectos. Había habido también un muerto por sobredosis, muchas intervenciones policiales, una manifestación vecinal y muchas peleas. Todo suma, y se necesitan muchos ladrillos para levantar una pared.

Cuando el humo salía por las ventanas y los bomberos iban y venían, había visto a uno de los okupas, el tipo con rastas canosas que pide en San Andrés, llorando mientras veía arder la casa. Seguro que era lo más parecido a un hogar que había tenido desde que había tenido aquí. Algunos daban miedo, y otros, lástima. A todos les habían dejado fuera y, paradójicamente, ahora tenían que buscarse una salida.

 
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