Cañita Brava
A Coruña
Estaba yo a lo mío cuando alguien picó en el cristal. Levanté la vista y allí estaba el rostro inconfundible de Cañita Brava. Por un momento, creí que era una especie de ilusión, pero era imposible equivocarse. Yo trabajo al nivel de la calle, frente a una pared acristalada, y en los últimos años me he acostumbrado a que la gente se asome por encima de los vinilos que protegen nuestra intimidad para tratar de distinguir qué pasa al otro lado. O los niños que se agachan para saludar. “Por favor, no tiren comida a los periodistas”.
De vez en cuando el que golpea el cristal es algún conocido que se ha pasado por ahí, pero nadie tan famoso como Cañita Brava. Me levanté, abrí la puerta y le saludé. Me preguntó por mi jefe con esa voz suya tan peculiar, como el chirrido de una puerta. Resultó que había quedado con él, pero al otro se le había olvidado, así que cuando le llamé, me pidió que le dijera que esperara un poco. Le llevé hasta su despacho, le ofrecí un café y algo para leer. Me preguntó si tenía el periódico de la competencia. Le miré de hito en hito, pero no pareció importarle. Se lo traje.
Ya me había cruzado antes con Cañita Brava, hacía 18 años. En aquel entonces se pasaba a menudo por uno de mis locales habituales, una taberna irlandesa situada en el Paseo Marítimo; he olvidado el nombre. Nada más entrar, se quedaba con la peña, como si fuera una canción de Estopa. En una de estas, se subió a un barril a bailar y la camarera se subió a una silla. Los dos se movían a ritmo de la música mientras los demás aplaudían. Aquello duró un minuto, hasta que la gravedad le reclamó y barril, silla y camarera rodaron por los suelos junto con uno de los coruñeses más famosos de nuestros días.
Me tomé la cerveza, esperé a que el alboroto se calmara y me levanté a pedirle su número de teléfono. A Cañita, no a la camarera y, aunque luego perdí el posavasos en el que lo había apuntado, lo encontré a los pocos días. Fue muy fácil quedar con él, pero resultó todo un desafío tratar de sacar algo coherente. Le pregunté si se consideraba un actor fetiche de Santiago Segura. Él me dijo que sí, porque si se concentraba, podía hacerlo bastante bien. Tomé nota, de eso y de otras muchas cosas, y lo redacté. El jefe lo leyó y me obligó a redactarlo de nuevo, pero esta vez con sentido. Yo objeté que nadie creería que Cañita había dicho algo coherente, pero él insistió.
Le había visto alguna vez más por ahí, como cualquier otro coruñés, pero sin haber cruzado una palabra. Mientras le veía sorber el café y pasar las páginas del diario de la competencia, reflexioné sobre la fama y el éxito. Aquel tipo cumpliría pronto ochenta años, y llevaba siendo famoso desde hacía casi treinta. Era indudable que tenía carisma, una especie de gracia natural, entrañable, como un Cantinflas coruñés, más personaje que persona. La compañera de redes entró en el despacho dispuesta a hacerle una entrevista sobre el Depor. Él se negó, pero resulta fácil liarle, para lo bueno y para lo malo: antes tenía millones, pero ahora vivía de una pensión y no podía pagarse ni seis mil pesetas de whisky.
De repente, me asaltó la certeza de que después de su muerte habría una calle o una placa, o quizá un busto suyo en esta ciudad: “Manuel González Savín, alias Cañita Brava", con esa cara de monito triste y esa frente privilegiada. Quizá dibujarían su silueta en el suelo de la mismísima plaza del Humor, como Pedro Brandariz, aquel humorista que prácticamente infartó delante de un montón de niños hace un par de años. De cualquier manera, sería inmortalizado. Yo no podría aspirar a eso. Aunque me convirtiera en el periodista más reconocido de la ciudad, eso equivaldría a ser un desconocido comparado con Cañita. Le daba vueltas a aquellom cuando mi jefe entró a todo correr por la puerta y preguntó dónde estaba Cañita. Quería liarlo para algo, y yo estaba seguro de que lo conseguiría. Siempre que fuera más fácil que sostenerse sobre un barril.