En buena sintonía
A Coruña
Aquellos dos hablaban sin parar, mientras yo dejaba que el agua caliente resbalara por mi cuello y mi cara y recorría mi cuerpo apolíneo. Me contaban que habían producido varios accidentes durante la noche, quizá por la lluvia o por el bebercio (la Policía Local había hecho soplar a uno que había derribado un semáforo). Mientras yo dormía a pierna suelta, los Bomberos habían estado de aquí para allá durante toda la noche baldeando la calzada donde había tenido lugar un accidente, abriendo puertas de domicilios donde ancianas seniles habían resbalado en el suelo de sus cuartos de baño, o apagando fuegos en contenedores. Aquellos cachas de calendario habían tenido que dejar de lado los burpees y ponerse manos a la obra.
Sus palabras iban calando en mí igual que el agua, y me informaban de que allí fuera también calaba lo suyo: con una alerta naranja, soplaba un viento frío y llovía a ratos. La idea de cambiar una ducha caliente por una fría no me tentaba, así que me quedé un poco más en la bañera, dejando correr el agua y el tiempo hasta que los dos que había al otro lado de la cortina me indicaron que saliera con una señal horaria. “Un saludo a todos nuestros oyentes, donde sea que nos escuchen, en sus casas, en sus coches, o en sus trabajos. Las estadísticas dicen que el 50% lo hacen a través de nuestra aplicación”, dijo uno de esos intrusos.
Era cierto. Yo los estaba escuchando a través del móvil. Y de la cortina, claro. Pensé en lo del móvil. Cuando solo era un becario, había hecho mis pinitos en la radio, un caluroso verano, lleno de emocionantes experiencias, de ruedas de prensa, de cabinas insonorizadas y de mirar el reloj, siempre atento al tiempo. En aquella época se usaban todavía cintas de casete cuando salíamos a la calle. Recuerdo cómo había que pasarla por una cinta que las desmagnetizaba para poder reutilizarlas. Se lo había contado a dos chavales encantadores, también becarios, mientras los llevaba en mi coche a la ciudad, de vuelta del puerto, y había sonreído melancólicamente ante sus exclamaciones de asombro. El casete era para ellos una reliquia tan antigua como para mí un fonógrafo. Si les hubiera dicho que grababa los reportajes en cilindros de cera, no les hubiera impactado más.
Me sentí como si tuviera cien años. En realidad, no soy tan viejo, pero la radio sí. Acaba de cumplir un siglo entero y eso son muchos cambios, muchas vueltas de dial, mucho sintonizarse. Pero la radio siempre ha ido de encontrar la frecuencia justa en cada momento, sin perder el tiempo. Recuerdo una radio de madera en la casa de mi abuela como los chavales recordarían un radiocasete. Eso ya me hace un testigo de épocas pasadas. Casetes y diales.
Escupí el agua hacia arriba. Tenía que salir ya. Conté hasta diez poco convencido, luego hasta veinte. Aquello me recordó los cortes de la radio que deben durar entre veinte y treinta segundos, ni uno más. Mientras me secaba, me pregunté cuántos cachitos de veinte segundos es un siglo. Muchos millones, supongo. Me vestí y bebí el último sorbo de café, que ya estaba frío. Listo.
Hasta que no oigo la radio, no me siento conectado con el mundo, no despierto de verdad. Lo necesito como el café, como la ducha. Aquellos dos seguían hablando y me los metí en el bolsillo, donde pasaron a murmurar impertérritos. Todo el tiempo me decían lo que había pasado, lo que iba a pasar, lo que estaba pasando.
En las ruedas de prensa, los periodistas radiofónicos están siempre pendientes del tiempo. La grabadora es un cronómetro que se pone en marcha en cuanto el entrevistado se pone a hablar. Si es un político, la rueda de prensa puede durar quince minutos, media hora, tres cuartos. Y durante ese lapso mantienen el gesto concentrado, expectante, hasta que dice algo significativo entre toda la cháchara que suelen soltar esos seres poderosos que tanto dinero y tanta atención reciben a cambio de la responsabilidad de gobernar nuestras vidas.
Al acabar la rueda de prensa o el canutazo, discuten entre ellos el segundo exacto donde hay que cortar con la precisión de un cirujano y siempre colaboran entre ellos como no he visto hacer a ningún otro periodista, excepto quizá a los fotógrafos, siempre en perfecta sintonía. A veces me resulta extraño saludarles, porque parece que lleven todo el tiempo conmigo.