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Al mando

El estilita / Radio Coruña

El estilita

Hace un par de años que me hicieron jefe de Local y, tal y como sospechaba, supuso más responsabilidad que autoridad. Esto no cambió cuando llegó el nuevo director, hace casi un año. Es un tipo bajito obsesionado con Pablo Picasso al que conozco desde hace mucho tiempo. El mundo del periodismo es pequeño y nos habíamos cruzado en varias ocasiones. Entró en la redacción por la mañana, cuando estaba solo yo, trabajando junto a la puerta, donde está mi puesto. Iba acompañado de los otros jefes. Nos estrechamos la mano y me dijo “¿Sabes? Yo te admiro”. Le recordé que era yo el que tenía que besarle el culo a él. Nos echamos a reír.

Esto de abrir la puerta me pasa a menudo. El acceso principal apenas se usa y los miembros de la redacción y muchas visitas emplean esta otra. A menudo tengo que interrumpir mi trabajo para levantarme de la mesa y abrir a alguien que da golpecitos en el cristal, normalmente una viejecita que busca la entrada del Palacio de la Ópera. Quizá por eso, para compensar, cuando llamó aquel tipo con el peinado de Yul Brynner y un chaleco tipo cayetano, fui un poco impertinente. Le conocía de vista: era un mandamás, no del periódico, sino de la empresa matriz, de la que el medio para el que he trabajado más de veinte años no es más que un engranaje. Le dije que si seguía viniendo aquí, debería aprenderse el código de la puerta, para no molestar. Él me miró fijamente y me preguntó cómo me llamaba. Yo me había tomado tres cafés, así que no vacilé. Con todo el aplomo del mundo, le di el nombre de un compañero ausente.

Quizá hubiera funcionado, pero nunca lo sabremos. Las risas en la redacción pusieron al jefe en guardia. Se sabía víctima de una broma. Le expliqué que normalmente abriría la puerta Abel Peña, que es un compañero muy trabajador, pero que estaba ausente, así que le aconsejé que le subiera el sueldo. Él mi miró por última vez y luego se fue al despacho del director. A través de su pared acristalada pudo ver como mantenía con él una de esas reuniones que desde fuera parecen siniestras y, desde dentro, aburridas, mientras ignoraba a mis compañeros que me preguntaban si estaba loco.

Al día siguiente, mis jefes me llamaron al despacho. El director y la subdirectora me hicieron sentarme y me miraron fijamente mientras yo lo hacía alternativamente, de uno a otro. Me preguntaron si me había identificado ante el mandamás con el nombre de mi compañero. Yo asentí. Querían saber por qué lo había hecho. Lo cierto es que también yo me lo había planteado y había llegado a la conclusión de que soy un bocazas con una vena insolente lo que, a mi edad, es preocupante. Me preguntaron si le había pedido que me subiera el sueldo. También admití aquel cargo. La intensidad con la que me miraron aumentó. “¿Por qué?’. “Quiero más dinero”, dije. “Te acabamos de subir el sueldo”, refutaron. Era cierto, pero no estaba dispuesto a abandonar: “Quiero mucho más dinero”, añadí. Ellos se miraron entre ellos y me advirtieron de que no puedo bromear con los jefes, sobre cuando no me conocen, y me dijeron que me largara.

No le di más vueltas. Pero a la mañana siguiente, apareció el mandamás otra vez, y me llamó al despacho del director. Afortunadamente, esto me lleva pasando desde niño, así que no sentí ningún miedo, aunque una compañera me miró como si no fuera a verme nunca más. El tipo me invitó a sentarme y preguntó qué tal me iba. Yo le confesé lo que me pasaba, que antes solo me molestaban las quejas de mis jefes y ahora tenía que soportar las de mis compañeros, que las páginas dobles todos los días me parecían una guarrada, que mi jefa me amenazaba con racionarme el café y que cuando azuzaba a los demás me acusaban de estar obsesionado con el trabajo. “No es fácil ser jefe”, me dijo, en un alarde de empatía. Le respondí que le creía. Me dijo que solucionaría lo de la puerta y me dejó volver a lo mío.

Hace unos días me entregaron un mando a distancia de dos botones, como los que se usan para abrir la puerta de un garaje. No es exactamente lo que yo quería, claro. Lo que me habría gustado es que las visitas emplearan la puerta principal. Pero por primera vez desde que soy jefe, sentía que estaba al mando.

 

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