Sin muchas luces

El estilita / Radio Coruña

Aquel día no me tocaba trabajar, pero estaba en la redacción porque tenía que rematar un artículo. Estaba a punto de acabarlo cuando ocurrió lo que se ha dado en llamar el Gran Apagón. Tarde un rato largo en darme cuenta de su importancia porque enseguida se puso a funcionar el equipo electrógeno del edificio, así que, al principio, no sufrí ninguna molestia más que el ruido, semejante al de un aspirador gigante, que venía del exterior. Uno de los fotógrafos, un tipo pasado de vueltas que siempre viste de negro, me llamó para decirme que toda la ciudad estaba a oscuras, que no funcionaba ningún semáforo, y que había un incendio en la refinería. “Está pasando algo –dijo, tajante-. Haz tu puto trabajo”.
Pero estaba acostumbrado a sus salidas de tono, así que no parpadeé. Aquello se solucionaría en unos minutos. Además, técnicamente, estaba de día libre. Me di la vuelta para avisar a la compañera que me cubría de que subiera algo a la web y que llamara a Naturgy, a ver qué pasaba. Entonces aparecieron los Bomberos.
Se detuvieron justo frente a la redacción, cortando el acceso al parking que hay debajo. No pude contenerme y salí a echar un vistazo. Uno de ellos, al que conocía, me confirmó que era por el apagón: el humo que generaba el motor del equipo electrógeno había generado una falsa alarma. Todo parecía trivial. Les saqué una foto trabajando y luego de un semáforo apagado para poder ilustrar la noticia y volví a la redacción.
Allí ya se hablaba que el apagón era a nivel nacional. No, era ibérico. Portugal también estaba a oscuras. Francia, también había caído. Era toda Europa. No, solo una parte. A medida que el apagón se extendía, también lo hacían los rumores, las teorías. “Ha sido un ciberataque de Putin”, dijo una, medio en broma. Sonó un jaja nervioso entre las mesas. A mí me daba igual que fuera Putin, o Sauron. Lo importante era que el fin del mundo por el que tan fervientemente había rezado (normalmente, antes de un compromiso familiar o tras escuchar a un político) por fin había ocurrido y era una excelente historia que contar, aunque quienes la escucharan tuvieran que reunirse alrededor de un fuego para hacerlo.
Le dije a la redactora que saliera a la calle y consiguiera algunos testimonios de comerciantes y hosteleros fastidiados por la falta de energía. En el teléfono de tráfico nadie me cogía, pero tampoco había accidentes: los conductores marchaban en primera por los cruces a oscuras, plegándose como cartas en manos del tahúr más lento del mundo. La refinería no sufría un incendio, solo era una respuesta automática al apagón. Las antorchas quemaban todo el gas restante de las chimeneas. Pero en la página de los Bomberos no paraban de sucederse las incidencias. “Apertura de puertas”, decían. Entonces me di cuenta que por toda la ciudad había gente atrapada en ascensores, docenas de ellas.
Envíe mensajes a los fotógrafos, pero todas las antenas se habían caído, incomunicándonos. Era, realmente, el fin del mundo. Pronto empezaríamos a devorarnos entre nosotros pero, de momento, los coruñeses se limitaban a tomar el sol en las terrazas y las playas, confiados en que tipos con casco de plástico y chalecos fluorescentes restablecerían la luz enseguida. Mientras, mis compañeros subían sin parar todas las anécdotas que podían sobre el apagón, así que localice una emergencia cercana y salí corriendo.
Llegué a la calle al mismo tiempo que los bomberos, que viajaban en un camión pequeño. Se metieron en un portal y yo fui tras ellos. En el vestíbulo les esperaba un señor de unos sesenta años, que explicaba que su mujer estaba “al borde de la histeria”, después de hora y media encerrada en el ascensor. Yo callaba y ponía la oreja. Los bomberos me conocían (a estas alturas me tienen más visto que el tebeo), me miraron de reojo pero no me dijeron nada. Y entonces me di cuenta: no había policías. Normalmente, en una emergencia, la Policía siempre levanta un cordón que impide a los meros civiles acercarse a curiosear pero, en ese momento, aquellos solistas del silbato estaban desplegado en los principales cruces de la ciudad.
Los bomberos comenzaron a subir las escaleras cargados con su pesado equipo y yo tras ellos. Llegamos al cuarto piso, y allí, uno de aquellos probos funcionarios se puso a hablar con la mujer atrapada tras las puertas de acero. Le prometió que no arrancaría el ascensor, que solo abriría las puertas. “Tranquila, que de ahí sales”; le dijo. Yo estaba grabando con el móvil y cuando, un momento después, se abrieron las puertas, revelaron a una mujer de pelo negro y rizado que sollozaba, iluminada por la linterna del casco del bombero, tapándose la cara con las manos para contener las lágrimas. Él le ayudó a bajar (el ascensor estaba a media altura) y la dejó en el descansillo, donde se hizo un ovillo mientras su marido la consolaba.
Era un gran vídeo. Creo que fueron las mejores imágenes que se tomaron aquel día en A Coruña, lo que no es moco de pavo teniendo en cuenta que lo hizo un redactor en su día libre. Todo el mundo al que se lo enseñé lo reconoció así. El fotograma congelado de ella, tapándose la cara por las manos, aún dentro del ascensor, abrió mi página sobre el apagón (el miércoles, el martes no conseguimos sacar la edición). Al verla, siento lo mismo que un lobo al que alimentan con pienso cuando por fin come carne. Alguien me tachará de bruto e insensible por haberla grabado, y puede que sea cierto: nunca he tenido muchas luces