Sin invitación

El estilita / Radio Coruña

A Coruña
Eché una ojeada a la casa pero, aunque estaba hecha una mierda, no era la mía, así que tampoco me pareció tan grave. Sin embargo, la dueña de la vivienda no tenía ese consuelo, así que se expresó de forma rotunda. “Esto es una puta mierda”, sentenció. Había dos compañeras conmigo, que recogieron esas palabras, pero yo fui el único que las publicó. Me sonaron sinceras, y eso es algo que me gusta en una declaración.
En realidad, yo no tenía que estar en aquel desalojo. La dueña me había enviado un Whatsapp pidiéndome que no fuera, alegando estrés y enfermedad. Me había pedido comprensión, que me enviaría una nota de prensa y fotos, y yo se lo había comentado a mi jefa. Ella había dicho que nones, que aquella mujer había destapado la caja de los truenos al invitar a los medios a una rueda de prensa y al primer desalojo fallido. Se había esforzado por convertir su caso en noticia. Ahora no había vuelta atrás.
Así que me había presentado allí, justo una semana después del primer intento de desalojo. Ahora ya no había cámaras, pero había dos compañeras, como he dicho, de la competencia. Me comentaron que a ellas no les había dicho nada de que no acudieran. Pero no me lo había tomado mal: nos habían dejado entrar después de que el cerrajero abriera la puerta y estaba allí con los demás.
Tampoco estaba tan mal. Había moho en las paredes, y la cocina con platos sucios en la pileta. Una cama estaba totalmente cubierta por una montaña de ropa. Si yo hubiera abandonado tantas prendas antes de irme de una casa, habría tenido que ir desnudo por la calle. Me di cuenta de que se habían llevado los cojines del respaldo del sofá, lo que me pareció raro. Quizá lo había hecho para joder. Pero no habían destrozado los muebles, ni pintarrajeado las paredes con símbolos satánicos, ni se habían cagado en la cama. Ni siquiera olía mal. En realidad, era un anticlímax, el segundo de aquella historia.
En el salón estaban también un par de tipos que eran amigos o familiares de la dueña y un tipo tatuado con un arete en la oreja y un bigote a lo Freddie Mercury que lo grababa todo con un móvil enorme. Pero el que me interesaba era el abogado de la dueña, un tipo joven, delgado, con barba y pelo rizado con una calvicie en forma de tonsura. Cuando trabajo, me gusta reducir a las personas a la condición de simple personajes en una historia, y valoro especialmente a los que mueven la trama, como aquel letrado. Tenía fama de vividor y días antes del desalojo había protagonizado unos vídeos que habían pasado de mano en mano por toda la ciudad. Se le veía cayendo redondo al suelo y siendo expulsado de un recinto por guardias de seguridad, aparentemente con una cogorza importante. Acudió la Policía Local, pero no llegó la sangre al río.
Muchos de sus clientes eran empresarios de la noche. También era famoso por trabajar con la más importante empresa de desokupación de España y había pagado aquella famosa lona frente al Congreso de los Diputados contra Pedro Sánchez. El caso es que tenía tendencia a meterse en líos y organizar espectáculos, y aquello bastaba para que se ganara mi simpatía.
Ahora tenía aquel caso que pasaba por ser el primer desalojo a una persona que había sido declarada vulnerable, una madre sola y con una hija menor que había dejado de pagar a la casera cuando su esposo había muerto. De aquello habían pasado cinco años pero el abogado había aceptado el caso y había decidido ponerlo de actualidad.
Había montado una buena la semana pasada, cuando había convocado a toda la prensa posible, y aquello había disgustado a la mujer que acababa de venir del juzgado que había exigido al abogado que no fuéramos. y que apagáramos las cámaras. No le habíamos hecho mucho caso así que, cuando vio que no había acudido el cerrajero, dijo bien alto que se marchaba y se fue.
El abogado estaba furioso y amenazó que “por sus cojones”, iba a derribar la puerta y okupar él la casa hasta que el juzgado enviara una nueva orden de lanzamiento. Estuve a punto de hacerle la ola. Aquello iba a portada, seguro. Pero enseguida se lo pensó mejor y decidió seguir el cauce legal y allí estábamos. Él aseguraba que iba a poner una denuncia a la inquilina por el estado en el que se encontraba la casa, y al mismo tiempo reconocía que no serviría de nada. Aquello había terminado, y tampoco necesitaba invitación para irme.




