Al pie de la letra

El estilita / Radio Coruña

A Coruña
He perdido la cuenta de veces que me han amenazado con abogados. Comprendo que no es algo de lo que alardear, pero apostaría a que son pocos los compañeros de profesión a los que les ha pasado lo mismo. Sin embargo, solo una vez he acabado ante un juez por algo relacionado con mi trabajo, y no era yo el denunciado, así que con el paso del tiempo (llevo en esto más de veinte años) he acabado por considerarlo un mero trámite, una forma de hablar, una amenaza vacía que lanzar cuando la conversación sube de tono.
El otro día, por ejemplo. Me habían dejado el día anterior una nota con el número de teléfono de alguien que quería hablar sobre una foto que habíamos publicado. Lo había dejado para un momento que tuviera libre pero el tipo llamó al día siguiente. Cuando me dijo quién era, me recliné en la silla y empuñé el auricular como si me estuviera poniéndome una pistola en la sien.
El hombre me explicó su caso: Había salido en una foto de un artículo sobre accidentalidad laboral. Hacía unos días se había caído desde un quinto piso un obrero que estaba trabajando en la fachada de un edificio de Agra do Orzán. Según contaban, el tipo estaba sobre una plataforma a cinco pisos del suelo cuando perdió pie entre la plataforma y la fachada. Cayó a plomo golpeándose con las sujeciones de la plataforma, hasta desplomarse sobre la acera.
Tenía la foto en la que se veía al tipo que había llamado hablando con inspectores sobre lo que había ocurrido. Era un tipo grande, barrigón y barbudo, al que el casco blanco y el chaleco fluorescente le iban demasiado pequeños….. Debajo, podía leerse en el pie de foto: “Escenario del accidente laboral de la semana pasada”. Nada parecía estar fuera de lugar, pero al otro lado de la línea me explicó que creía que podía afectarle si alguien le veía en la foto y lo relacionaban con un accidente laboral. Sus futuros empleadores podían creer que tuvo algo que ver.
“A ver cómo solucionamos esto”, me dijo. Traté de tranquilizarle, de veras. Le dije que se estaba preocupando demasiado, que nadie en su sano juicio pensaría algo así, que el artículo ni siquiera le mencionaba, pero él no estaba por la labor de dejarse calmar. Me ofrecí a borrarle la cara en la versión digital. Tampoco le parecía suficiente, y me dijo que, o se solucionaba esto, o tendría que acudir a su abogado. Me empezaba a cabrear. “Quiero que vuelvan a publicar la foto, en la misma página y al mismo tamaño, explicando que yo no tengo nada que ver con el accidente”. Ahogué una carcajada. “Imposible. No hemos hecho nada incorrecto”, respondí. Me volvió a amenazar con su abogado, como si fuera el coco. “Comprenderá que no puedo desearle buena suerte sin ser cínico, pero que tenga un buen día”. Lo dije con el tono más sarcástico que pude adoptar y luego colgué.
El redactor que estaba al lado me echó en cara cómo había gestionado el tema, alegando que yo, en mi calidad de jefe de local, representaba a todo el periódico. No podía por menos que agradecer su opinión. Dos días después, un artículo escrito por ese mismo redactor motivó la segunda amenaza legal de la semana. El que llamaba comenzó a hablar, indignado, sobre una nota de sucesos, algo sobre una pelea entre una madre y su hija. No tenía ni idea de lo que hablaba, pero finalmente lo encontré, un breve en una columna. De nuevo, fui incapaz de encontrar nada problemático. Mis problemas de comprensión empeoraban porque había una mujer que hablaba rápidamente en portugués, incitándole a hablar. Volvió a salir el tema del abogado, pero se ve que el traductor no era tan convincente como ella esperaba. Finalmente se hartó y le pasó el teléfono a la interesada.
No fue fácil, porque la indignación la hacía hablar como una ametralladora, pero poco a poco desenrollé aquel ovillo. Era la dueña de un bar de Os Mallos que últimamente había salido mucho en los medios, aquel local donde un tipo borracho estrechó el coche. “Es la tercera vez me sacáis”, me reprochó con aquel acento meloso que no ocultaba lo agrio del tono.
Aquel breve explicaba que la pelea entre madre e hija había tenido lugar junto al bar, eso era todo, pero aquello había bastado para sacarla de quicio. Reconocí, en tono conciliador, que había tenido una mala racha de suerte (los fados, quizá), aunque recordaba que después del alunizaje había concedido una entrevista a otro periódico, lo que parecía probar que no estaba en contra de toda publicidad. Si le entendí correctamente, iba a consultar con su abogado.
Por un momento, sentí un ramalazo de simpatía por aquellos pobres letrados que tenían que escuchar las peticiones descabelladas de sus clientes indignados, si es que llegaba a ocurrir, cosa que dudaba. Los abogados y los periodistas coincidimos en pocas cosas, pero una de ellas es que lo que cuenta es lo que está escrito en negro sobre blanco y que no hay que tomarse las cosas a la tremenda, sino al pie de la letra.




