La noche del viernes 8 de noviembre el protagonista en la 43ª edición del Cartagena Jazz Festival, con un aforo de 1.500 personas que abarrotaban el Auditorio El Batel, fue el artista estadounidense Pat Metheny, un hombre que en todo momento compareció solo, con la única compañía en escena de una gran variedad de guitarras, acústicas y eléctricas, que le sirvieron para dibujar una amalgama de sonidos, con múltiples matices salidos de la paleta de colores que representaba la sonoridad de cada una de ellas. Arrancó el concierto, que tuvo una duración superior a dos horas con una larga explicación de las razones que le determinaron a ser un enamorado de la guitarra. Contó que creció en un ambiente de amor a la música, pero que en su casa su hermano y otros familiares tocaban la trompeta, y desde niño se le intentó inculcar el amor por ese instrumento. Pero un vecino suyo tocaba la guitarra, y ello le abrió a un mundo mucho más atractivo. Ese fue su primer mentor para, con solo diez años, empezar a experimentar con la guitarra, que apareció por primera vez en su casa como regalo navideño cuando tenía once años. El niño, luego joven y siempre rebelde Pat no hizo caso de la advertencia de sus padres: “Olvídate de The Beatles”. Sus progenitores consideraban esa música inapropiada y le intentaron conducir por caminos más clásicos y menos transgresores. Pero esa pretendida protección paternal le sirvió para tener una cultura musical y una formación que a la larga le sirvieron para ser tan versátil y completo como intérprete. Su carrera ha sido tan prolífica que, según confesó entre canción y canción, tiene grabados 53 álbumes (contó que esa contabilidad nunca la ha llevado él sino los estudiosos de su obra) de muy diversos estilos, transitando por caminos insospechados, a donde en cada momento le ha querido llevar su instinto. A lo largo de su concierto en Cartagena compareció ante el público en un escenario minimalista, con una silla en el centro, y a sus lados varias guitarras, que iba usando según la tonalidad del sonido que quisiera obtener. Sobriedad absoluta en las luces, azules y blancas la mayoría del tiempo, sin movilidad, poniendo el foco solo en las notas que de forma prodigiosa salían de sus dedos. El único recurso que se permitió fue el uso de “loops” o bucles, que él mismo generaba con pedales al efecto, creando una base rítmica, generalmente en tonos graves, que se repetía sirviendo de sustento al edificio de las frases melódicas que dibujaba encima. Pese a la sobriedad en los medios, las notas estaban impregnadas de luminosidad, algo que fue la tónica dominante en todo el concierto, a excepción de una pieza que fue -de manera deliberada- puro ruido y distorsión, en un volumen que incluso llegó a ser molesto para parte del público que no entendía ese borrón (si así se le puede llamar, porque para otros era puro arte) en medio de un cuadro impecable. En fin, excentricidades de artista, genialidades que el público incondicional siempre perdona. Capítulo aparte merece la “Dream box”, o “caja de los sueños”, que da nombre a su actual gira y que fue la sorpresa final del recital. Tras casi dos horas de repertorio, se abrió el telón tras de si y apareció una gigantesca maquinaria sonora, como de ciencia ficción, cuyos automatismos generaban una base musical a base de campanillas y sonidos metálicos que servían de armazón a sus últimas interpretaciones, ya con guitarras eléctricas variadas, cada una en un pasaje de la canción para darle mayor variedad sonora. Pat Metheny demostró que sigue siendo un incombustible músico, que ha dado su vida a la experimentación con la guitarra, obteniendo un masivo reconocimiento mundial. Ha sido galardonado con 20 premios Grammy con una música que transita por varios estilos, mezclando los estándares de jazz clásico con el swing y el blues, y tocando con su magia los sentidos de su público.