La mezzosoprano madrileña Teresa Berganza llevó por los escenarios de todo el mundo una extraordinaria técnica que la elevó al podio de los mejores cantantes operísticos del siglo XX, un virtuosismo que ella achacaba no solo a un don innato sino al estudio tenaz y la disciplina, que defendió con ahínco: «Yo soy música antes que nada», proclamaba. Nacida en Madrid en 1933, Berganza paseó por la Scala de Milán, la Ópera de Viena, el Covent Garden de Londres o el Metropolitan de Nueva York una voz castiza traída de su niñez en la calle de San Isidro y de sus juegos infantiles por barrios cercanos al Teatro Real. Precisamente este fue otro de los templos que se le rindieron, como lo hizo también el Teatro de la Zarzuela, género que constituyó uno de sus emblemas musicales, junto a Rossini y a Mozart. Genio y figura, a los 80 años presumía de ser tan apasionada como de joven, y de llamar a las cosas por su nombre, «al pan, pan y al vino, vino». «Soy -sentenciaba- la mala, la oveja negra de la lírica», por «decir lo que siento», espetaba. Y eso que había temas de los que nunca quiso opinar, como las acusaciones por acoso sexual a Plácido Domingo. «Me da mucha pena porque lo quiero y es mi amigo», afirmaba. Junto a él y a otros gigantes de la ópera (Montserrat Caballé, Victoria de los Ángeles, José Carreras, Pilar Lorengar y Alfredo Kraus) fue galardonada en 1991 con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Pero sí se mostró clara cuando confesó sentir «vergüenza» por la situación en Gaza y dijo que no entendía que Israel perpetrara «lo que a ellos (les hacían) hace muy pocos años». En España, Teresa Berganza había acabado siendo indiferente a la política, aunque aseguraba que había tenido sus ideales «y los he defendido, sobre todo, por mi padre, que era un hombre de izquierdas y al que yo adoraba» y quien le dio una infancia feliz en el Madrid de la guerra. No obstante, opinaba que «todos los aspirantes a unas elecciones deberían pasar un examen de música» y defendía que cualquier niño a partir de los 5 años debía aprender a tocar algún instrumento o a cantar. Y si esto era lo que pedía para cualquier alumno, Berganza, que antes de elegir el canto estudió piano, armonía, música de cámara, composición, órgano y violonchelo, era tajante con quienes se dedicaban a la música de forma profesional. No ponía paños calientes cuando lamentaba la «falta de técnica» de los jóvenes cantantes en España, debida, según decía, a «las prisas de nuestra época», incompatibles con la ópera y con la formación «larga y completa» que requiere la lírica. «Van muy deprisa, hay muchos jóvenes que no están preparados para cantar óperas enteras en ruso, francés y alemán», lamentaba. Dedicada a la docencia musical, sobre todo desde finales de los 90, su consejo siempre era el mismo: «Hay una palabra que se llama trabajo y no hay más que trabajar, trabajar y trabajar». Se retiró de las tablas tras 58 años en 2008 al quedarse sin voz durante un espectáculo en Santander por la preocupación por la operación de una de sus nietas. En todo caso tampoco se sentía cómoda con la moda de adaptar a escenografías modernas los clásicos de la ópera y no podía soportar que una ópera de Mozart se ambientara en los años 50, lo veía «una falta de respeto, tanto al libretista como al compositor». «No soy retrógrada, soy cabezota, pero mis gustos y mis pasiones estarán conmigo hasta la muerte», decía también sobre la música actual. «Me pasa lo mismo que con la pintura: no quiero descubrir otras cosas. Goya, Durero, Tintoretto... me siguen haciendo llorar». Berganza, que confesaba que le hubiera gustado ser «la amante de Mozart para que me hubiera escrito una canción», se divorció dos veces -«lo que tendría que haber hecho es no casarme», decía- y tuvo tres hijos, una de ellas la soprano Cecilia Lavilla. No era amiga de fiestas ni de beber, y apenas de la comida, pero cultivó su vida privada. «Los aplausos se acaban, las reverencias se acaban, los premios (ella recibió muchos por todo el mundo) se acaban, y hay que tener una vida propia. Yo he querido tenerla y la he tenido», recalcaba. «Soy una mujer que vive muy interiormente, muy para los míos, para mi familia y mis hijos». En su voz brillaron los papeles de Cherubino en Las bodas de Fígaro, Rosina en El barbero de Sevilla, Angelina en La Cenerentola (el Teatro Real le dedicó las representaciones de esta ópera en 2021) o el de la mejor Carmen de Bizet. Solo se quedó «con las ganas» de cantar Tosca, de Puccini, y La traviata, de Verdi. «Arrepentimiento no, pena por no haber podido vivir algunas cosas quizás sí», decía sobre su «no» a María Callas cuando la invitó a cantar con ella «Norma». «Fue muy difícil tener que decírselo, pero mi voz entonces no estaba preparada. Cuando ya lo estaba -continúa- se lo dije a María, pero entonces ella ya no podía, era tarde». La mezzo madrileña presumía de no haber forzado nunca su voz, algo que intentaba inculcar a sus alumnos, y de ser una artista con personalidad propia. En definitiva, de haber sido dueña al cien por cien de su carrera. «Ahora, cuando han pasado tantas décadas, realmente me doy cuenta de que no se puede pedir más a la vida que haber estado cantando más de 50 años en las condiciones que lo he hecho yo», reflexionaba. Teresa Berganza siempre cantó para el público, en un acto de «amor, de entrega y de humildad», recalcaba. Y por eso aspiraba a que se la recordase por haber «hecho felices» a los que la escucharon.