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Opinión

“Perdonar y gracias”

"¿En qué momento asumimos que doce días de vacaciones merecen una disculpa? Hay un bar de la esquina en casi todas las esquinas. Con sus servilleteros de propaganda y su televisor que nunca se apaga. Con una familia que pega un cartel rogando que les perdonen, y agradeciendo la comprensión por el cierre."

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Madrid

Hay un bar de la esquina en casi todas las esquinas. No me refiero a la geografía ni a la restauración, sino a las cuestiones espirituales que se acumulan en la chapa, como estratos de cerco de taza sobre cerco de taza, o en la carta que se ha plastificado para evitar las manchas, y que logra todo lo contrario: fijarlas por los siglos de los siglos. Una familia trabaja en el bar de la esquina: hay una generación a un lado de la barra, en la cocina y sirviendo cafés, y la mezcla de sus rasgos la identificas en quienes atienden las mesas. Al empezar el mes colgaron una advertencia en la persiana. Decía: «Cerramos por vacaciones del 8 al 20 de julio. Perdonar y gracias». Escribieron el mensaje en Times New Roman, y yo me imaginé la responsabilidad de la madre o del padre o de los hijos eligiendo esa despedida, «perdonar»: el mecanismo diabólico que sustituye el descanso por los remordimientos. Con el chorrito de aceite, con el puñadito de sal, nos hemos tragado que si nos esforzamos más —mucho más, más de lo que nos corresponde, hasta el límite— al menos nos garantizaremos la tranquilidad de un contrato y una nómina, de una clientela que repite cada domingo para el vermú y el pincho de tortilla. ¿En qué momento asumimos que doce días de vacaciones merecen una disculpa? Hay un bar de la esquina en casi todas las esquinas. Con sus servilleteros de propaganda y su televisor que nunca se apaga. Con una familia que pega un cartel rogando que les perdonen, y agradeciendo la comprensión por el cierre. Con una autónoma que vive enfrente, y que reserva varios días gracias a que durante otros tantos se explota y adelanta trabajo y adelanta trabajo, y cruza los dedos para no recibir ningún encargo que deba aceptar, por si los pierde todos. Con un trabajador en el local de la otra esquina, acumulando horas extra como puntos de fidelidad ante el jefe, que aún no le ha anunciado si renovará el contrato. No se trata de costumbrismo encantador, tampoco busquen simbolismos recónditos, sino del significado perversísimo que hoy otorgamos al esfuerzo.

 
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