Al principio, uno piensa que no merecen tanta importancia, que andan buscando ruido y crispación. ¿A quién pueden representar esos pocos que interrumpen el minuto de silencio por las víctimas de un atentado? Luego caes en que hay preguntas que, por lo menos, vale la pena hacerse. ¿Cómo puede aprovechar alguien un homenaje así para convertirlo en un acto de apoyo a sí misma? ¿Cómo puede alguien, presidenta además de un partido que forma parte del govern de Catalunya, caer en esa bajeza moral? Hay preguntas que vale la pena hacerse, porque esta facción ultramontana del independentismo llegó, con Quim Torra, a presidir la Generalitat. Ha llegado, con Laura Borràs, a presidir el Parlament, apartada ahora por presunta corrupción. Vale la pena preguntarse, por supuesto, si esto es lo que había al final del camino que consistía en repartir carnés de buenos y malos catalanes, de llamar traidores a los demás, a todos los demás. Y así, escalón a escalón, llega uno a creerse en el derecho de imponerse al dolor de los demás y a su silencio. Esas son las otras cosas que vale la pena decir, porque este patrón ya lo hemos visto. Hemos visto cómo, de otras matanzas, se construían teorías de la conspiración y se extendían sospechas por encima de las verdades judiciales. A costa siempre de lo mismo: del dolor de las víctimas a las que, si les conviene, usan y fracturan y señalan y luego olvidan o insultan. ¿Qué es, si no, lo que vimos ayer: en la indecencia del personaje que se encara -que se encara- con el familiar de una víctima y se comparara con ella? Ante esos terraplanistas de la convivencia a los que no les importa ya nada lo que signifiquen el respeto o la dignidad o la decencia, conviene recordar que ni a gritos se tapan algunos silencios. Aunque para darse cuenta de ello hay que atreverse a escuchar y a entender, que es justo lo contrario al fanatismo.