Comencemos con la siguiente historia: una gestora política, con un maestría en Políticas Públicas por la Universidad de Harvard, fue elegida por su partido para el área de enseñanza municipal de una importante capital del mundo, que incluía responsabilidad sobre 168 escuelas públicas. Al llegar al cargo, estableció un sistema de evaluación del profesorado, el cual implicó el despido de 241 docentes. En una evaluación posterior, el 5 % de la plantilla de enseñantes resultó despedido por diversas causas, desde el empleo de castigos físicos, hasta faltas laborales sin baja médica. Los resultados de otros 737 docentes y personal administrativo fueron muy malos, y se les dio un año para mejorar. A raíz de este sistema de evaluación, se clausuraron 21 escuelas públicas. En las siguientes elecciones municipales, la oposición se hizo con el poder, gracias, en parte, a la financiación de un millón de dólares procedente de los sindicatos de enseñanza. Esta breve historia no es inventada. Sucedió en EEUU, entre el 12 de junio de 2007 y el 29 de octubre de 2010, periodo durante el que esta responsable de la contundente evaluación descrita fue concejala de Escuelas Públicas del Distrito de Columbia, Washington. Michelle Rhee, que es la política protagonista de la historia, se despertaba cada mañana enfadada, pero de una forma constructiva, contra un sistema de enseñanza que coloca los intereses de las personas adultas por encima de los infantiles. Un sistema que da mayor valor a la estabilidad laboral docente que a su efectividad. Rhee apostó por la evaluación docente. Los sindicatos no la apoyaron. En EEUU, al igual que en muchos otros países, el alumnado con mayores calificaciones no se dedica precisamente a la enseñanza, y solo el 23 % del profesorado escolar proviene del tercio de alumnado con mayores calificaciones de la escuela secundaria y la universidad. La resistencia de los sindicatos no es exclusiva de EEUU. En algunos países, incluso, se han producido graves incidentes relacionados con la evaluación docente: México, Argentina, Chile… En el Estado español, sindicatos de enseñanza de orientaciones ideológicas distintas han llegado a presentar firmas de forma conjunta para que se retirara un Plan de Evaluación del Profesorado, pues consideraban que era “un control absurdo que pretende que los centros pongan nota a sus profesores”. Pero, en el caso de los alumnos, ¿son las calificaciones una herramienta de control y no educativa? ¿Querríamos esa evaluación para el profesorado? En muchos países pertenecientes a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), entre ellos España, contamos, por ejemplo, con el Informe TALIS, Estudio Internacional de la Enseñanza y del Aprendizaje. Dicho informe se basa en las respuestas que docentes y directores dan a los cuestionarios basados en sus propias ideas e impresiones, así expresado literalmente. No se aborda el último curso de la Enseñanza Secundaria Obligatoria, ni Bachillerato, ni Formación Profesional; Andalucía, Castilla-La Mancha, Ceuta o Melilla, por ejemplo, no entran en la evaluación. La vigente Ley Orgánica, en su modificación del artículo 95, solo menciona mínimamente la autoevaluación docente sobre el profesorado de formación profesional y la valoración de la función docente para que sea tenida en cuenta de modo preferente en los concursos de traslados y en el desarrollo profesional docente. Entre las competencias del consejo escolar no está la evaluación docente. Ni en las del equipo directivo. En la modificación del artículo 132 de la Ley Orgánica de Educación (LOE), letra h, se indica que entre las competencias de directores y directoras se encuentran impulsar las evaluaciones internas del centro y colaborar en las evaluaciones externas y en la evaluación del profesorado. La modificación del artículo 149 de la LOE menciona que corresponde al Estado la Alta Inspección educativa (respetadas las mayúsculas y minúscula originales), conociendo, supervisando y observando todas las actividades que se realicen en los centros, tanto públicos como privados, a los cuales tendrán libre acceso. La novedad principal de esta ley podría estar en consonancia con el inicio de este artículo, y es la Disposición adicional cuadragésima octava, sobre cambio de las funciones del personal docente: “Los funcionarios docentes que muestren una manifiesta falta de condiciones para ocupar un puesto docente o una notoria falta de rendimiento que no comporte inhibición, podrán ser removidos de su puesto de trabajo y realizar otras tareas que no requieran atención directa con el alumnado. La remoción ha de ser consecuencia de un expediente contradictorio que finalice con una evaluación negativa realizada por la inspección educativa”. Somos conscientes de la dificultad de despedir a un empleado público, y entre los artículos 148 a 157 de la LOE no encontramos cómo evaluar, considerar, valorar y promover a ese profesorado que se deja la piel cada día en su empleo por crear un mundo mejor. Evaluar puede tener una función represiva o bien constituirse en una acción que fomente a ese profesorado comprometido con la educación integral, que favorezca la libertad personal, la responsabilidad, la solidaridad, la igualdad, el respeto y la justicia, así como que ayude a superar cualquier tipo de discriminación, es decir, aquello que constituye los principios de la educación según la LOE. ¿Apostaremos por las evaluaciones vinculantes, como en el ejemplo inicial estadounidense, o por un modelo en el cual el análisis no vaya más allá de un gasto público sin determinación posterior alguna? Una solución global implicaría el análisis y la toma en consideración de todos los agentes que se encuentran vinculados a la educación. Se puede evaluar al profesorado, siempre teniendo en cuenta todo aquello relacionado con su formación, el sistema de enseñanza, el alumnado, y todo el cúmulo de factores que inciden en una profesión que marca el futuro de las personas.