Whatsapps en el cuerpo humano

Madrid

Eso que te pica en la rodilla es un emoji de unicornio mandado por error, y tu dolor de cuello lo produce el audio de once minutos que evitas escuchar. Viajamos en un tren. El chico del asiento de al lado se entretiene con un videojuego en el móvil. Cuando anuncian una de las estaciones, empieza a fotografiar el paisaje: el paisaje es un polígono industrial, una nave y otra nave y otra nave idénticas las unas a las otras. Ya a la altura de los bloques de viviendas, el chico selecciona todas las imágenes y las envía por whatsapp. Su gesto me despierta primero extrañeza, más tarde incomprensión, por último curiosidad. De un viaje de horas, ¿quién escoge no un río o un bosque, algo hermoso para guardar y compartirlo, sino un polígono industrial? Imagino y justifico: el pasado de alguien de su familia trabajando en una de esas naves, una misteriosa intención comercial, un oficio relacionado con la arquitectura o la ingeniería o el diseño. Algo más simple: una conexión íntima que se me escapa y que tampoco debe importarme; una idea de belleza que no coincide con la mía, y está bien. Cuando pienso en el chico que fotografía desde el tren el polígono industrial, me planteo que quien recibe esas imágenes no recibe esas imágenes de un paisaje concreto, sino la mirada del chico a ese paisaje: su intención al mirar y su intención al enviarlas, toda la historia del sitio al que mira, toda la historia con la persona a la que las envía. En el gesto de ese chico se cuenta una novela del siglo XIX. Hay en el cuerpo humano sodio, azufre, oxígeno y carbono, una fotografía de Saneamientos Rodríguez y un dibujito de un corazón roto, al que alguien responde como si se riera