Frontera

Madrid

Ahí estaba, como una cicatriz en la tierra: era la valla de Melilla vista desde el avión, nítidamente trazada con sus cruces como puntos de sutura. Ojalá se tratara de eso, de una corte tratado para que vaya sanando, pero me temo que esta frontera y todas las fronteras siguen siendo heridas abiertas, donde confluyen todos los conflictos, todas las desigualdades establecidas por complejos tratados, indescifrables leyes promulgadas en centros muy alejados de estas tierras.

Observo la línea sinuosa, la dureza de las tres redes de metal duro, cada vez más altas, y no puedo evitar recordar los que, como moscas en redes de araña, quedaron un día atrapados en ella o, peor aún, los que fracasaron al intentar traspasarla y dieron con el castigo de las fuerzas de seguridad que los condenaron a muerte sin acusación ni sentencia, sin juicio ni justicia. Resuenan, al sobrevolar la zona, las dolorosas palabras del ministro Grande-Marlaska elogiando la actuación de la gendarmería marroquí que se llevó por delante la vida de por los menos 23 inocentes.

Se nos dice que, para proteger la propia soberanía, no queda más remedio que establecer así los límites entre países, pero la frontera entre Melilla y Nador no fue siempre este inexpugnable foso. Recuerdo que cuando era pequeña bastaba con un pasaporte para cruzar a la ciudad española desde Marruecos, pero claro, eso era antes de que España avanzara y pasara a formar parte de la Comunidad Económica Europea y este coto vedado que es el espacio Schengen. Desde entonces aquí nos creemos más norteños de lo que nunca fuimos y olvidamos los tiempos en los que éramos nosotros los que arañaban las vallas pidiendo pasar para ganarnos el pan de nuestros hijos.