Harto de que a un aficionado le digan que no tiene sentido ponerse triste si pierde su equipo o feliz si gana, de que se diga que hay cosas más importantes que el fútbol, como si no lo supiéramos, el periodista Enrique Ballester ha escrito un libro que se llama El fútbol no te da de comer y se pregunta: ¿Qué pasa?, ¿que sólo podemos estar tristes por aquello que nos dé dinero? Para quienes vayan a quitarle la ilusión, Ballester se hace, literalmente, esta pregunta: El fútbol no me da de comer, ¿acaso me das tú de comer, hijo de puta? Si uno se hubiera puesto a ver el partido de anoche sin conocer a nadie, sin saber quién es ninguno, quizá al principio se hubiera preguntado quién era ese 10 argentino que no corría. Ese que, mientras los demás andaban jugando la semifinal de un mundial, pasaba por allí, con las manos en los bolsillos. Quizá silbando. Al poco, empezó a tocarse la pierna izquierda, como si le molestara, en un fenómeno extraño y singular: porque la pierna se la palpaba él pero el calambre lo notaba medio mundo. Es difícil ser Messi y que todos te miren, y que digan si te has vuelto canchero, si caminas o cuerpeas. Debe de ser difícil ser el más grande y notar, en cambio, la sombra de otro. Ser el número uno pero que te comparen sin parar con otro. A lo mejor piensa en eso mientras camina, piensa en que el fútbol, si no da de comer da otras mil cosas; hasta que, en un rapto que dura un instante, ese que andaba de pronto vuela. Aunque no haya espacios y esté acorralado al borde de una cornisa, pegado a la línea. Y ese, al que gritarán dónde vas, loco, desaparece mientras va dejando al rival sin sus caderas. Debe de ser imposible ser Maradona y ser Gardel como si no bastara con ser Messi, a los 35 años y asomado a la que dicen que es su última oportunidad en un mundial. Será la maldición de su bendito pie izquierdo. Esa suerte sí tiene, al menos: que a Messi, en la radio, le canta Lluís Flaquer.