A vivir que son dos díasLa píldora de Enric González
Opinión

El infierno

"El demonio sabe cómo comerte la moral. A veces, después de otra larga cola ante la puerta de embarque, te hace subir a un autobús y crees que el suplicio va a terminar. El autobús puede salir o no salir"

El infierno

El infierno, antes, era un lugar oscuro, aburrido, sin ningún interés comercial. Las calderas de Pedro Botero y todas esas cosas que nos contaban. Pero Satanás no es tonto: sabe que hay que modernizarse. Yo estoy seguro de que, ahora, el infierno es una simple copia de cualquier aeropuerto. Y es más infernal que nunca. El demonio empieza por hundirte psicológicamente. Cuando facturas te plantean una pregunta diabólica: ¿ha podido alguien meter algo en su maleta sin su conocimiento? Si uno carece de conocimiento del asunto, ¿cómo puede responder? Si dice que no, miente. Si dice que sí, quizá se mete en un lío. El condenado al averno comprende que en adelante todo será absurdo. La tortura del fuego ya no existe. Ha sido sustituida por el control de seguridad. Las almas castigadas desfilan durante horas por un laberinto de barreras que desemboca en un barullo de multitudes y maletas donde otras almas, con uniforme pero sin duda también castigadas, te gritan que te descalces, que saques el ordenador, que muestres líquidos, que dejes de mostrarlos, que pases por un arco que pita, que vuelvas a pasar, que te pongas con los brazos en cruz, que muestres las palmas de las manos (para saber si ya te han clavado en la cruz o estás en lista de espera), que encuentres tus cosas a saber dónde y que circules. El infierno propiamente dicho está muy iluminado, lleno de tiendas donde todo es más caro que en la vida terrenal y de cafeterías donde los bocadillos, por la cosa de la infernalidad, se guardan en la nevera, bien fríos. Los refrescos, en cambio, están calientes. Suele haber también una librería con todos los libros que jamás se te ocurriría comprar. En el infierno, las almas en pena vagan de acá para allá mirando pantallas luminosas donde te informan que tu vuelo sufre retraso o se ha cancelado, y que la puerta de embarque ha cambiado y ahora está en el quinto infierno. Minutos después estará en el segundo infierno, luego en el cuarto, y así va pasando la eternidad. El demonio sabe cómo comerte la moral. A veces, después de otra larga cola ante la puerta de embarque, te hace subir a un autobús y crees que el suplicio va a terminar. El autobús puede salir o no salir. Si sale, lo normal es que recorra muchos kilómetros para detenerse junto a un avión que no es el tuyo, o sí es el tuyo pero no ha llegado la tripulación, y ahí te quedas, en mitad de un desierto de cemento. Cuando Satanás tiene el día retorcido, el autobús, tras una larga espera en la que envidias profundamente a los vivos, es decir, a los que se han quedado en casa, vuelve al aeropuerto. Donde la pantalla te dice que ahora debes embarcar en el primer infierno. No, atención, en el segundo. Cuando logras subir al avión, una cámara de tortura donde los pobrecitos niños del limbo lloran a todo pulmón y donde el vecino se descalza para que huelas la podredumbre de la carne, empieza la tortura del encierro. Eso dura más o menos horas, pero es igual: parece una eternidad. Tras la cual desembarcas y eres sometido a las colas de inmigración, donde se te humilla a conciencia y se te obliga a jurar cosas sin sentido, como que no vas a matar al presidente. De ahí sales a otro infierno que, en realidad, es el mismo. Un aeropuerto. Y, resignado, vuelves a facturar, porque en realidad lo que quieres es volver ya a casa. Ay, quién pudiera.