El pasado 6 de julio las brasas de las protestas en Francia por la muerte de un joven a manos de un agente de policía aún estaban candentes. Cientos de detenidos, disturbios por todo el país y mensajes del presidente Macron en los que pedía incluso a los padres que controlaran lo que hacían sus hijos fuera de casa. Ese día, a pesar de esa situación, Emmanuel Macron se fue de París. Y se fue a una minúscula comuna pirenaica sin aparente importancia política, a Cauterets, un pequeño pueblo de poco más de un millar de habitantes. Y es que ese día el Tour de Francia pasaba por ese territorio mítico, dejando su huella por puertos como el Tourmalet y el Col dAspin, poco menos que auténticos templos sagrados del ciclismo. Macron sonrió, se reunió con alcaldes y senadores y hasta se acercó al podio quizá con la intención de que la buena prensa del dos veces ganador del Tour Tadej Pogaçar, vencedor también en Cauterets, le salpicara en momentos convulsos. Alrededor, hasta quinientas personas entre seguridad y asistentes rodearon al presidente de la República para evitarle fotos o preguntas incómodas. De momento, a Macron se le han calmado las protestas y Pogaçar sigue a día de hoy intentando rascar segundos para alcanzar el liderato del Tour. La de Macron ha sido la visita más reciente, pero ni mucho menos la única de dirigentes a la principal carrera ciclista del año, que está repleta de momentos en los que la política y hasta la guerra han sobrevolado el certamen. Ya en 1939 el Tour se vio salpicado por los albores de la II Guerra Mundial, que empezaría pocos meses después de finalizar la carrera. Ese año no participaron ciclistas alemanes, italianos ni españoles, y en 1940 se tuvo que suspender la carrera, que no se celebró de nuevo hasta el año 1946. Este año, el comentarista francés e historiador del Tour Franck Ferrand recordaba en una de sus retransmisiones cómo las cimas míticas del Tour se reconvirtieron en espacio de resistencia frente a los nazis. «Y si hablamos de esta comarca del Bugey (macizo del Jura), hay que referirse al maquis de la provincia del Ain. Hay que saber que toda esta zona, la meseta del Alto Bugey, pero también la del Retord, fue una gran tierra de resistencia durante la Segunda Guerra Mundial. Esta región comprende zonas que son de difícil acceso. Hay mucho bosque, el invierno es rudo. Era bastante normal y bastante indicado que los resistentes se instalaran aquí durante la Segunda Guerra Mundial. Hay que ir a Nantua, en el Alto Bugey, un poco más al norte, a ver el Museo de la Resistencia y la Deportación, que es apasionante», relataba Ferrand en una de las etapas montañosas de la zona del macizo del Jura. Ferrand no está libre de su propia polémica, ya que muchos en Francia se preguntan por qué es comentarista de la televisión pública en la gran carrera nacional un periodista que ha mostrado su simpatía por el ultraderechista Éric Zemmour. En 1960 fue Charles de Gaulle quien se acercó a ver el paso de los ciclistas. Al contrario que Macron, De Gaulle no contaba con las redes y medios de hoy en día y su visita fue prácticamente una sorpresa que hizo detenerse al pelotón de modo casi improvisado para saludar al general. Curiosamente el parón permitió a un ciclista francés llamado Pierre Beuffeuil unirse al grupo del que había quedado descolgado, atacar después y llevarse la etapa, lo que convirtió a Beuffeuil según reconoció poco después en votante perpetuo de De Gaulle. Valéry Giscard dEstaing aprovechó también la influencia del Tour y entregó el maillot amarillo en París al vencedor de la ronda en 1975. Fue un talismán para el ciclismo francés, ya que exceptuando en dos ediciones, desde ese año hasta 1985 el Tour acumuló victorias locales. Mitterrand y Chirac también visitaron la carrera, aunque fue Nicolás Sarkozy el que convirtió la visita presidencial en un espectáculo organizado del que todos han querido sacar provecho. Sarkozy llegó incluso tarde a su visita en 2007 porque se desplazó a los Alpes nada más terminar un Consejo de Ministros. En 2014, François Hollande también quiso aprovechar una etapa con un significado especial, visitando una que pasó por lugares conmemorativos de la I Guerra Mundial en el año en que se cumplía el primer centenario de la contienda. Este año, la relación entre política y ciclismo ha salpicado incluso a España con las tres primeras etapas disputadas en el País Vasco, una de las regiones del mundo con una mayor afición al ciclismo. Las calles de Bilbao, San Sebastián o Vitoria han sido un mar de ikurriñas que el independentismo vasco ha aprovechado para relanzar sus argumentos aprovechando la audiencia internacional millonaria asociada a la carrera. De antiguos reyes de Italia que están enterrados en territorio francés por donde este año han pasado los ciclistas de la ronda gala hablaba Ferrand en la retransmisión diciendo que estaban «postrados ante las montañas como peregrinos llegados al término de su viaje». El Tour es el escaparate de Francia, parte de la identidad deportiva y cultural del país, y de ahí que todos los presidentes dejen un día de julio libre en la agenda para visitarlo. Y quizá por ese aura que lo rodea, otros líderes mundiales han querido hacer su propia copia. El caso más grotesco lo protagonizó Donald Trump cuando aún no estaba en sus planes a corto plazo convertirse en presidente de los Estados Unidos. En 1989 y 1990 patrocinó el llamado Tour de Trump en cuya presentación llegó a vaticinar que la carrera «será más grande que el Tour de Francia». Evidentemente, no lo fue. Apenas duró dos años con esa denominación en los que la carrera recorrió Nueva York, Boston o Atlantic City. Sobrevivió con otro patrocinio hasta 1996 y contó con dos victorias de Lance Armstrong, quien luego escribió otra historia en Francia, una que ni presidentes ni aficionados quieren recordar.