Venecia 2023 | Pinochet sigue vivo: un vampiro y un ladrón contra las cuerdas en la sátira 'El conde'
El director chileno Pablo Larraín utiliza el género para denunciar la impunidad del dictador cuando se cumplen 50 años del golpe de estado y para reivindicar el cine como espacio de memoria
Venecia
Un dictador muerto funciona para su país como el miembro amputado de un cuerpo, su presencia fantasmal sigue ahí a pesar de que físicamente ya no esté. La impunidad es la responsable de este fenómeno. Genera monstruos que son difíciles de hacer desaparecer y abre la grieta para que el mal pueda resurgir una y otra vez. Ese es la tesis de Pablo Larraín en El conde, nueva película que el director chileno estrena en Netflix el próximo 15 de septiembre y que ha presentado en el Festival de Venecia, días antes antes de que llegue ese 50 aniversario del golpe de estado de Pinochet.
El cineasta chileno lleva toda su carrera, hasta su salto a Hollywood al menos, explorando las huellas que ese golpe de estado contra el gobierno democrático de la Unidad Popular de Salvador Allende cambió el país un 11 de septiembre de 1973. Larraín ha evocado el pasado violento de su país, que marcó a su generación, desde ángulos diversos. Desde una morgue en Post morten, desde la impunidad y los acuerdos entre dictadura e iglesia con El club, desde el poder mediático en No, donde contaba cómo se le ganó el referéndum al régimen, o desde Neruda, evocando la huida al exilio del poeta chileno. En El conde usa la sátira y el género para enfrentarse con el dictador y mirar de frente al personaje.
Para insistir en eso de que la impunidad genera monstruos, Larraín utiliza la figura del vampiro, como un ser inmortal que sigue alimentándose de sangre humana eternamente, como los secuaces y sucesores de Pinochet siguen alimentándose de los chilenos y las chilenas que, aunque ya no vivan en dictadura, sí viven bajo el marco normativo que su régimen creó: una constitución neoliberal que está resultado muy difícil de modificar. Pinochet ha bebido la sangre de generaciones y generaciones para mantenerse con vida y vivir como un rico, con cuentas en paraísos fiscales, con infinidad de casos de corrupción que implican a sus hijos. Eso lo sabíamos por la prensa, aunque no haya calado en su país, profundamente dividido, como lo está España. Si no hay juicio, siempre hay resquicio para que los defensores del dictador saquen pecho, olviden sus pecados y delitos y para que las víctimas sigan humilladas.
El conde funciona como retrato de memoria y como filme de género con mucho humor negro y mala leche, que especula con el pasado como vampiro de Pinochet, contra los revolucionarios desde la época de Maria Antonietta, siempre buscando rojos a los que aniquilar y dinero que robar. También mostrando a un viejo con andador que, en lugar de dar pena, como intentaron en su día cuando fue detenido en Londres, da asco, rabia y miedo todavía, pues su poder está tocado, pero no hundido. Jiame Vadell tiene la dura misión de encargar a Augusto Pinochet, sin que el espectador sienta empatía y sin caer en la caricatura. El actor lo consigue y brilla como el resto del reparto, donde está Alfredo Castro, habitual del cine de Larraín.
Una voz en off en inglés, que tiene todo el sentido y da un divertido giro al guion, nos advierte de que este vampiro lleva 250 años vivo y ahora quiere morir. Ha dejado de beber sangre. El motivo de su depresión es que ya nadie recuerda que mató a muchos rojos y salvó su patria, sino que todo el mundo le humilla por ladrón. Sus hijos, su esposa y su esclavo se reúnen y traen a una contable para que acabe con esta situación. La joven, que para más inri es novicia, interroga a la familia y va descubriendo todo un engranaje de delitos financieros y empresas offshore. Esos interrogatorios elevan una película que usa referencias a Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, de Kubrick, y a las obras maestras del cine de vampiros, como Nosferatu, de Murnau. De ahí las imágenes granuladas y expresionistas, con la figura del conde, como le gustaba que le llamasen en privado, y de la condesa, con abrigos de pieles y joyas licuando los corazones de las víctimas para bebérselos. La fotografía la firma el veterano Ed Lachman.
Lo peor de los fascistas, viene a contarnos la película, aunque españoles y chilenos ya intuíamos algo en ese sentido, es que no se arrepienten de haber secuestrado, torturado, violado y matado masivamente, sino que lo que les horripila y humilla es que los acusen de ladrones. Pinochet, igual que Franco, hizo toda una fortuna al tiempo que coartaba la libertad y la vida de sus enemigos. Fortuna que nadie se ha atrevido, ni allí ni aquí a tocar. Solo un "maldito juez español", como dice un diálogo del filme, se atrevió a hacerlo, pero acabó encontrando la oposición de Reino Unido.
Pepa Blanes
Es jefa de Cultura de la Cadena SER. Licenciada...