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El maestro Miyazaki inaugura San Sebastián con una bella historia humanista sobre el duelo

El director japonés, que también recibe el premio Donostia a los 82 años, regresa 10 años después con un relato rebelde y esperanzador entre la vida y la muerte

Fotograma de 'El chico y la garza' / Vértigo Films

San Sebastián

La mayoría de los personajes de Hayao Miyazaki han sido mujeres jóvenes, heroínas que escaseaban en el cine, no solo en la animación, y a los que Miyazaki siempre dio espacio y protagonismo. Gracias a La Princesa Mononoke o a Ponyo en el acantilado, Pixar, ese gigante de la animación americana, fue introduciendo personajes de chicas que llevaban el peso de la acción y la historia fue cambiando, poco a poco, en un mundo totalmente desequilibrado. Esa ha sido una de las señas de identidad del cine de este director, influencia de lo grandes cineastas de hoy, como Guillermo del Toro o John Lasseter, y que ha ganado premios como el Oscar honorífico o el Oso de Oro en Berlín. Sin embargo, en la que con toda probabilidad será su última película, el protagonista es un chico, una especie de alter ego del propio director.

El maestro japonés se curtió rodando series de anime famosas en todo el mundo como Marco o Heidi, creó su propio estudio para contar historias llenas de fantasía, de personajes diferentes e insólitos, para llenar de referencias artísticas sus cuentos filmados o para romper la narración tradicional del cuento, tal y como Occidente lo había patentado desde los Hermanos Grimm. Hace 10 años estrenó la que era su última película hasta la fecha, El viento se levanta, una obra de madurez en la que el director ya incluía algunas piezas de su propia biografía como niño en el Japón que vivió la Segunda Guerra Mundial en el lado de los malos.

Ahora regresa con El chico y la garza, película de inauguración del Festival de San Sebastián, de la que apenas se conocían detalles ni avances -solo se había estrenado con éxito en Japón y hace unos días se proyectó en Toronto- y que se especula será la última obra de un artista único en la cinematografía mundial. El certamen ha aprovechado esta ocasión para concederle el Premio Donostia a toda su trayectoria, un galardón que está previsto que recoja virtualmente en la gala de inauguración de esta noche.

Hay muchos elementos de su filmografía presentes en El chico y la garza. El Japón rural, el paso de la infancia y la adolescencia a la madurez, las relaciones maternofiliales, la pérdida o el trauma de la guerra. Miyazaki fue un niño de la Guerra. Hijo de una familia acomododa, como la que retrata en el filme, él también tuvo un padre con una empresa de aviones. También tuvo una madre que falleció, no en un incendió, pero sí de la temida tuberculosis. También recuerda los bombardeos y el miedo de una sociedad que tuvo que enderezarse de nuevo. Y ahí está el tema de esta película de aventuras y aprendizaje, donde el héroe lo que debe aprender es a hacer un mundo mejor y a superar el duelo. Miyazaki adapta de forma libre ¿Cómo vives?, novela escrita por su compatriota Genzaburo Yoshino y publicada en 1937. En esa época, en los años 40 durante la Guerra del Pacífico, ambienta esta historia que comienza con el trauma de la muerte de la madre y el traslado de la familia de Tokio a un pueblo.

Allí, en un ambiente rural, el joven Mahito, de 12 años, intenta empezar una nueva sin dejar de arrastrar el tormento y la tristeza de la pérdida. Su padre, propietario de una fábrica de municiones aéreas, se vuelve a casar con la hermana menor de su difunta esposa, y el niño, ni en casa ni en el colegio, se acaba de adaptar al nuevo ambiente. Solo siente curiosidad por una molesta garza real que lo atrae a una misteriosa torre prometiéndole llevarlo a un mundo donde su madre no está muerta. Ahí entra en acción la magia de Miyazaki desplegando un increíble universo de animales -mención especial merecen los malvados periquitos gigantes-, fuego, piedras con poderes y antepasados que dicen conocerle y están dispuestos a ayudarle.

El director japonés tira de recursos clásicos, como las puertas a otros mundos, en una aventura como la de cualquier héroe griego. Hay un descenso al purgatorio, mucho más animado, colorista y original que el de Hades, un proceso de aprendizaje y una moraleja al final del camino. Miyazaki añade aquí la rebeldía juvenil, como si planteara una coming of age furiosa de un chaval que debe elegir, que debe hacer su propio camino para afrontar una transformación emocional. En ese viaje el director sumerge al espectador en un submundo que se mueve entre la vida y la muerte sin renunciar nunca a la vitalidad y curiosidad de su protagonista, cegado por obtener respuestas en una planeta que se asoma al desastre.

La apasionante aventura que presenta Miyazaki tiene algo también de adiós esperanzador. Una misión que, parece querer decirnos el autor, habla también del legado, de la búsqueda de un heredero que siga abriendo puertas mágicas y tenga la convicción de que es posible crear una sociedad mejor. En el tramo final de la cinta, uno de los personajes se encarga de recordarle al joven Mahito que lo más importante es levantar un mundo libre de malicia. Si esta es la despedida del maestro japonés, El chico y la garza es, ante todo, un bellísimo testamento humanista.

 
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