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Opinión

Para qué vale un discurso todavía

Lo saludable en nuestros días puede ser hora y media de chapa frente al regate corto y tramposo de un tuit

Ignacio Peyró: "Para qué vale un discurso todavía"

Todos los redactores de discursos sueñan con alzarse a las alturas sinaíticas de un Kennedy o un Martin Luther King, pero el plato del día en la oratoria política suele ser mucho más difícil: vender con entusiasmo el desdoblamiento de la N-120 a su paso por Hormilla. Dicen que el temor a hablar en público está aún más extendido que el temor a la muerte y algún respeto habrá que tener todavía por los políticos cuando —como hemos visto esta semana— se ejercitan en un arte que permanece igual de desnudo que en tiempos de Quintiliano y Cicerón.

Con frecuencia nos quejamos de que nuestros políticos hablan mal, pero seamos honestos: los criticamos lo mismo cuando tuitean sin comas que cuando se ponen preciosos y citan a Tocqueville. Al cabo, la oratoria está llena de paradojas: baste pensar en el siglo XX para recordar la inspiración de un Churchill, sí, pero también la popularidad asombrosa —pavorosa— de un Hitler. De hecho, el brillo retórico garantiza poco de por sí: la España del XIX fue un lugar de ornatos verbales y calamidades políticas y, sin ir tan lejos, los mejores oradores de su generación —Casado y Rivera— hace tiempo que, a efectos de lo público, crían malvas.

A veces, en fin, nos preguntamos si, en un mundo de atención tan repartida, los discursos tienen aún razón de ser, y ahí no estará de más acordarse de que con uno de Gordon Brown se ganó Escocia y con sus propias palabras se ahorcó Liz Truss. Y a saber si no es justamente eso lo que valoramos: lo saludable que, en nuestros días, puede ser hora y media de chapa frente al regate corto y tramposo de un tuit.