A vivir que son dos díasLa píldora de Enric González
Opinión

El arte de tratar a los jefes

"Mario no hacía la pelota ni perdía la calma. Parecía como si para él los jefes, buenos o malos, simpáticos o bordes, fueran un sujeto de experimentación"

El arte de tratar a los jefes

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Ha muerto Mario Tascón. Además de ser un hombre bueno, era muy listo. Fue, desde el inicio del gran cambio, una especie de gurú de la prensa digital. Iba tan por delante que a veces incluso se adelantaba a sí mismo, y entonces improvisaba.

Había bastantes razones para admirar a Mario. Como se tiende a admirar en otros aquello de lo que uno carece, lo que a mí me fascinaba de él era su dominio de un arte muy complejo y no estrictamente relacionado con la tecnología. Hablo del arte de tratar a los jefes.

Mario no hacía la pelota ni perdía la calma. Parecía como si para él los jefes, buenos o malos, simpáticos o bordes, fueran un sujeto de experimentación. Generalmente él era más listo que su jefe de turno, pero dedicaba esa ventaja a convencer al jefe de que hacía muy bien las cosas y de que sin él, sin ese jefe, no habría forma de funcionar. Luego hacía lo que le daba la gana. Era un gran domador de fieras.

Me gustaba especialmente una estrategia que Mario usaba a menudo y que él llamaba “el tercer dedo”, o “el sexto dedo”, no me acuerdo bien. En todo caso iba de dedos, porque lo suyo era lo digital. Pondré un ejemplo.

Digamos que a Mario le interesaba desaparecer una semana para dar un curso en alguna parte, pongamos que en Colombia, y tenía razones para sospechar que no iban a permitírselo. Entonces esperaba a que el máximo ejecutivo de la empresa estuviera en una situación en la que concurrieran una cierta prisa y una cabeza ocupada en otras cosas. El momento ideal era cuando el gran jefe iba de camino a una reunión importante, o hacia el aeropuerto.

Entonces le llamaba por teléfono y le pedía al gran jefe algo descabellado. “Oye, necesitaría contratar tres nuevas personas esta misma semana”. Al otro lado de la línea le respondían que ni hablar. Mario, contrito, decía algo así como “bueno, déjame contratar al menos a una persona”. Otra negativa. Insistía un poco, hasta lograr que el jefe diera un “no” tajante, que dejaba desolado a Mario. Entonces, tras una larga pausa y con voz muy triste, Mario decía que vale, que se arreglaría como pudiera, que la empresa estaba por encima de todo. Y añadía, como de pasada: “Al menos me dejarás ir unos días a Colombia”. Era el momento en que el gran jefe, harto, decía que sí y colgaba.

Y Mario se iba a Colombia.

Ahora no se ha ido a Colombia. Esta vez no volverá. Es una lástima.

 
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