Seminci 2023 | 'How to have sex', una lección sobre el consentimiento en un Magaluf griego
La directora británica Molly Manning Walker hace una enmienda a la totalidad del cine adolescente americano en una película sobre el descubrimiento sexual en medio de un viaje de fin de curso
Valladolid
El cine americano ha contado las juergas adolescentes de varias maneras. Desde las comedias de instituto, donde las chicas estaban deseando besar a los chicos, y estos sobrepasarse con ellas a base de ponche. A películas más bestias como Spring Breakers, donde la mirada masculina contaba cómo unas adolescentes sexualizadas bebían, robaban y follaban en las vacaciones en las que lo "normal" es que los jóvenes vayan a destinos turísticos a emborracharse y ligar.
En ese espacio que va más allá de lo hedonístico centra su película la joven directora británica Molly Manning Walker. How to have sex tiene un título explícito, que parodia los títulos de las comedias adolescentes, y que muestra el principal objetivo de los miles de jóvenes británicos que van a una ciudad turística de Creta, (Grecia), a pasar su viaje de fin de curso en ese año en el que dejan el instituto y por fin tomarán las riendas de su futuro. Lo que empieza como una de las tantas películas americanas, que cumplen el esquema de la coming of age, tres amigas que se maquillan, se ponen ropa sexy de colores estridentes y salen a bailar y a ligar en las vacaciones que nunca olvidarán, antes de conocer las notas para la selectividad. De ahí que el título acabe siendo una crítica a un sistema hipócrita que esconde el sexo como un tabú para evitar ahondar en la educación sexual.
El inicio de la Seminci y una historia colonial olvidada
Esas tres amigas son la guapa que liga todo el tiempo y da lecciones a las demás, la tímida e inexperta en el terreno sexual, y la amiga lesbiana. Entre risas, selfies, música, gritos y bailes pasan sus días hasta que conocen a un grupo de chicos con las mismas pretensiones que ellas en ese artificial destino turístico. Sin embargo, la cosa no es tan maravillosa como la pintan. Las resacas son espeluznantes y los juegos sexuales dejan como sujeto pasivo a las mujeres. La película podría leerse como una historia inmersiva en ese momento crucial en que una joven se da cuenta de que eso que está haciendo no le gusta, no está bien y no quiere seguir allí, pero la presión de las amigas obliga a ello. Y luego está esa manera de contarnos de manera didáctica qué es el consentimiento. Sobre todo a través del personaje de Tara, interpretado por una excelente Mia McKenna, presionada para tener sexo por primera vez y que acaba siendo violada.
La isla griega de Malia, con sus calles llenas de bares y clubes nocturnos, sirve como telón de fondo para mostrar las relaciones tóxicas que se dan también en un grupo de amigas. Competitividad, apariencias y falta de cuidado sobre las otras cuando el alcohol y los chicos hacen su presencia. La amistad como salvación, pero también la amistad equivocada donde permite que la líder presione a las demás para hacer aquello que se supone es guay hacer. La película muestra también lo sexualizada que está la sociedad por un lado, y lo hipócrita que es al no explicar algo tan sencillo como qué es tener sexo, qué es el consentimiento y dónde queda la libertad de una adolescente para decidir cómo, cuándo y con quién.
Cuenta la directora que su viaje de fin de curso no fue a Grecia, sino a Mallorca e Ibiza, otros destinos que se han especializado en este tipo de viaje: alcohol barato, sol, y casi una ciudad sin ley donde los jóvenes pueden beber 24 horas. Un turismo que hemos fomentado en esta rueda capitalista sin pensar en qué estamos promocionando, qué estamos fomentando. Lejos de posicionarse en lugares moralistas, la directora no juzga los deseos de salir de fiesta, ni a los jóvenes que beben y se divierten, con esa escena de un grupo mixto, de chicos y chicas que se divierten bailando y en la piscina, sin mayor perversidad. Sin embargo, sí cuestiona una actitud común que consiste en tratar a las mujeres como objeto, en esos juegos en la discoteca que simulan felaciones y que no son solo propiedad de los adolescentes, vayan a una despedida de soltero organizada, con barco y jueguecitos y verán.
Por fin un retrato adolescente sobre el sexo y las dudas lo dirige una mujer, porque al romper la male gaze, tenemos una historia mucho más rica y más cercana a lo que siente una chica adolescente en una discoteca, en una fiesta o en un viaje de estudios. La directora juega con el sonido y la cámara sigue de cerca a las chicas, sin perder de cerca esa especie de poblado del oeste prefabricado y tiene como principal apoyo la autenticidad de las actrices, para lo que estuvo realizando un taller previo con chicos y chicas de 16 años. Ahí habló con ellos del sexo y nadie diferenciaba la violación que ocurre en la película. La propia directora vivió algo parecido. “Me agredieron sexualmente cuando tenía 16 años cuando salí a beber en Londres”, dice. “Parte de por qué lo hice fue para hablar de eso y hablar de cómo no se habla de eso... Si tantas personas lo han experimentado, deberíamos hablar de ello abiertamente”, explicaba en Cannes donde la película tuvo su primera parada. Ahora en Seminci compite en sección oficial, donde hemos visto también otra historia de adolescente que descubre el poder sexual en su camino a la madurez.
En este caso la mirada es totalmente masculina, y se nota. Sean Price Williams, director de fotografía de los Safdie y Abel Ferrara, se embarca en su primer largometraje escrito junto a su amigo, el crítico de cine Nick Pinkerton en The sweet east. Como si fuera un alumno, que intenta deconstruirse, de Harmony Korine, cuenta una road trip por Estados Unidos siguiendo a una estudiante de instituto, que podría ser amiga de las británicas de How to have sex, pero que se escapa de su viaje de fin de curso y se embarca en otro viaje a través de las ciudades y bosques de su país, donde descubre la fascinación que ejerce sobre los hombres esta Lolita hipster.
Cine indie, con todo un despliegue visual en 16 milímetros para narrar la odisea de Lillian, una hipnótica Talia Ryder, actriz que dará que hablar en los próximos años y que podría ser la nueva musa del cine indie americano y a la que vimos en Nunca, casi nunca, a veces, siempre (Eliza Hittman, 2020). "Nick Pinkerton, el guionista y yo sentíamos que teníamos que hacer una película que nos gustase ver", decía el director en Valladolid donde confesaba que le ha salido una especie de Alicia de Lewis Carrol pero contando la violencia y la desesperanza que se vive en su país, donde esta joven, aparentemente ingenua, va conociendo a un grupo de anarquistas, a un grupo de fascistas negacionistas pro Trump, a quienes trata de sacarles dinero, y a un colectivo de cineastas progres de Nueva York. Junto a la actriz, aparece Simon Rex, protagonista del filme de Sean Baker Red Rocket, y el actor de moda entre los jóvenes, Jacob Elordi.
Williams ha criticado a Netflix por dotar de la misma estética a todas las películas y ha defendido un cine auténtico que mire a los clásicos americanos, entre ellos El nacimiento de una nación, de Griffith. "Ahora la gente no quiere verla porque es racista", explicaba en una entrevista en la Cadena SER. Lo interesante de esta ópera prima, que también estuvo en Cannes, es cómo la política americana acaba afectando en la convivencia de jóvenes y no tan jóvenes a lo largo y ancho del país y cómo la violencia no deja de surgir en cada conflicto. La protagonista, lejos de ser una víctima, es como la Lolita de Kubrick, consciente de su poder como objeto sexual, algo que convierte en su superpoder. El problema es que no acaba de quitarse de encima la mirada masculina de su director.
Pepa Blanes
Es jefa de Cultura de la Cadena SER. Licenciada...