Detestar o no detestar la Navidad
Quien no se amarga, ya se sabe, es porque no quiere, y de momento ahí tenemos estos días las cenas de empresa para hartarnos a cava caliente y mazapán incierto o descubrir con pasmo que el contable es un as del reguetón
Ignacio Peyró: "Detestar o no detestar la Navidad"
Madrid
Detestar la Navidad es una inclinación tan antigua que ya el propio Herodes, por ejemplo, se mostró poco partidario de estas fiestas. Y si cada época ha tenido su modo de vivir las Navidades, quizá el propio de la nuestra sea el gozo que mostramos al detestarlas. Desde luego, no faltan las tentaciones para malquerer la Navidad. Esa vomitona de renos. Esa sobrecarga de campanillas.
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La sensación de celebrarla cuando aún nos estamos desprendiendo del moreno del verano o esa otra sensación de que nos van a multar si no estamos a la altura en materia de buenos sentimientos. Quien no se amarga, ya se sabe, es porque no quiere, y de momento ahí tenemos estos días las cenas de empresa para hartarnos a cava caliente y mazapán incierto o descubrir con pasmo que el contable es un as del reguetón.
Seguramente la mayor prueba de la Navidad de hoy consista en tener la sencillez de espíritu suficiente como para aceptar que, en el fondo, siempre hay algo que nos gusta en ellas. Al fin y al cabo, nadie ha abjurado en tal grado de las reuniones familiares como para pasar la Nochebuena solo en el McDonald's, y nadie ha odiado tanto la Navidad como para que ese odio le lleve a renunciar a un langostino. Así que no queda otra que ponerle al tiempo navideño buena cara, alabar la comida aunque esté sosa y fingir gran interés al escuchar a nuestro cuñado, siquiera sea porque, después de todo, todos somos el cuñado de alguien.