Esa pobreza invisible que uno tapa cuando sale a la calle para que no se note
A la pobreza uno no se la encuentra en una esquina, durmiendo en algún portal, y tampoco es cosa de otros, porque uno nunca, aunque lo parezca, está a salvo
Esa pobreza invisible que uno tapa cuando sale a la calle para que no se note
Madrid
A 200 metros de mi casa hay un local donde, como en muchísimos barrios de cualquier ciudad, venden carne, fruta y verdura. Los empleados son muy amables, llaman a las clientas por su nombre, se habla del tiempo, de lo caro que está todo y se amenaza con no volver si la compra no cumple con las expectativas. Un poco lo de casi siempre. Pero en ese mismo local, una vez al mes, vienen otro tipo de clientes. Entregan un papel fotocopiado, del tamaño de una tarjeta de visita, y se lo entregan a Pablo. Le piden fruta y verdura hasta que Pablo dice: “Ya con esto bastaría”. Se dan media vuelta y entregan otro papel similar al carnicero: chuletas, carne picada… lo que toque, hasta que escuchan algo muy parecido.
Esa pobreza invisible que uno tapa cuando sale a la calle para que no se note
Esos dos papeles para ellos son un tesoro, porque cada uno de ellos equivale a los 30 euros que les entregan las monjas del convento que hay al lado para que hagan la compra del mes. Esa mañana harán cola, como la habrán hecho tantas otras veces, para llenar la nevera por obra y gracia de Dios, nunca mejor dicho en este caso.
Se parecen mucho a mí: también tienen ojeras, no siempre el mejor peinado ni la mejor combinación de prendas del armario, llevan carro de la compra. Solo hay un detalle exterior que los define: que no pagan en efectivo ni con tarjeta, sino con un vale. Solo hay un detalle interior que los diferencia de mí y de otro tipo de clientes: que son pobres. Es esa pobreza invisible que uno tapa cuando sale a la calle, la perfuma, la asea, para que no se note. Porque ser pobre suena a antiguo, y da mucho pudor, y da pereza al que no la sufre. “Lo antiguo es lo mucho que dura en el tiempo y lo poco que se trabaja para erradicarla”, escuché hace dos años a Carlos Susías, presidente de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social, en una comparecencia en el Congreso de los Diputados.
Y el tiempo, por desgracia, le da la razón. Porque los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística revelan que el 26,5% de los españoles es población es riesgo de pobreza y exclusión social. Son 12,3 millones de personas. Un dato para contextualizarlo: la mayoría absolutísima de Rajoy en 2011 fueron 10,8 millones de votos, apenas un millón y medio de personas menos.
A la pobreza uno no cae porque se lo merece, porque no se esfuerza. A la pobreza uno no se la encuentra en una esquina, durmiendo en algún portal, y tampoco es cosa de otros, porque uno nunca, aunque lo parezca, está a salvo. La pobreza viene si te quedas sin trabajo, quizá si te divorcias, si la vida te da algún revés y no tienes red que te aguante.
Está ahí, en el vecino de al lado, aunque muchas veces no nos demos cuenta. Forma parte, quizá, de ese uno de cada tres españoles que no se pudo permitir ir de vacaciones fuera de casa al menos una semana en 2023. Pero qué demonios vamos a saber nosotros, si somos de esos que decimos que está todo siempre lleno cuando salimos.
Forma parte de ese 13,3% de pobres que tiene educación superior o ese 16,6% que lo es teniendo trabajo. Esos que han disminuido en su dieta la carne y el pescado. A la que solo pueden aspirar si el Estado les tiene en cuenta en sus políticas públicas. Porque si no, siempre les quedarán las monjas del convento. Como cada mes, desde primera hora de la mañana. Aunque giremos la cara o miremos el móvil al pasar junto a ellos.
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Ángeles Caballero
Periodista. Colabora en 'Hoy por Hoy', con Àngels...