La pena de muerte
No tiene remedio, es irreparable, y a veces las condenas contienen errores graves: no corrige, solo destruye. Porque es de crueldad extrema: fallan las inyecciones, las cuerdas, las sillas eléctricas
El análisis de Xavier Vidal-Folch | La pena de muerte
Madrid
La pena de muerte sigue viva. Lo vemos estos días con los disidentes de Putin: el líder de la oposición, el desertor residente en España, en Villajoyosa. Son penas de muerte con mucho agravante: sin condena formal. Pero con condena las hay a centenares, diríamos a granel: en China, unas 3.000 por año, en los riquísimos países del Golfo; en EEUU.
Y hasta no hace tanto, también en España. Se cumplen ahora 50 años desde que fue ejecutado por el terrible sistema del garrote vil un anarquista catalán, Salvador Puig Antich. La suya fue una de las penúltimas penas de muerte de la dictadura. De esa historia esta cadena ofrece un podcast muy elaborado, que recompone dignamente la memoria.
Nos aviva la convicción de que, hoy como ayer, la pena de muerte es un castigo salvaje. Excesivo e inútil, porque no beneficia a nadie, no devuelve la vida a quien la perdió a causa del condenado. Porque no tiene remedio, es irreparable, y a veces las condenas contienen errores graves: no corrige, solo destruye. Porque es de crueldad extrema: fallan las inyecciones, las cuerdas, las sillas eléctricas. Porque un crimen cometido en caliente, en un asalto o en un enfrentamiento, es un crimen; pero una pena capital aplicada en frío, de forma impenetrable, preparada con detalle y ejecutada con automatismo es un horror doble.
A veces olvidamos que en la Europa comunitaria no existe la pena capital, en ninguna forma. También por eso es un territorio extraordinario. Para vivir la vida.
Xavier Vidal-Folch
Periodista de 'EL PAÍS' donde firma columnas...