La VentanaAcademia de saberes inútiles
Sociedad | Actualidad

Escribir entre burbujas y caimanes: las grandes excentricidades de los escritores contemporáneos

Academia de saberes inútiles trae una nueva edición sobre las manías más particulares de los mejores escritores de nuestros tiempos

Escribir entre burbujas y caimanes: las grandes excentricidades de los escritores contemporáneos

Escribir entre burbujas y caimanes: las grandes excentricidades de los escritores contemporáneos

07:52

Compartir

El código iframe se ha copiado en el portapapeles

<iframe src="https://cadenaser.com/embed/audio/460/1709310847551/" width="100%" height="360" frameborder="0" allowfullscreen></iframe>

Todos tenemos manías, hábitos extraños que repetimos sin saber por qué. Algunos van más lejos y llegan incluso a inventar supersticiones. Pero si los protagonistas de esas excentricidades son algunos de los escritores más famosos de la historia, entramos en el terreno de la Academia de Saberes Inútiles. Marta Fernández se asoma a La Ventana para contar algunas de esas rarezas creativas.

Había una vez un hombre que se definía a sí mismo como un "autor horizontal" porque empezaba el día tal y como lo había terminado: en la cama. Bien acurrucado sobre las almohadas escribía sobre las rodillas a mano y cuando por fin tenía el original lo pasaba a máquina, también tumbado. Esto no era fácil pero tenía tanta práctica que lograba teclear cien palabras por minuto. ¿Quién era este as de la mecanografía y del yacer? El novelista Truman Capote.

Creó Desayuno con diamantes y A sangre fría en perfecta posición horizontal; y además de eso, ninguna una de sus páginas fueron escritas en viernes. Porque esa era otra de las rarezas de Truman Capote: jamás escribía en viernes. Ni se alojaba en una habitación de hotel que tuviera el número 13, ni llamaba a un número de teléfono que contuviera esa cifra, ni se montaba en un avión si dentro iban dos monjas. Y además, seguía una estricta dieta mientras estaba escribiendo: comenzaba bebiendo café, del café pasaba al té con menta, a la hora de la comida ya estaba con el jerez y terminaba con Martinis.

Pero es que también tenía una obsesión con los colores de las hojas que utilizaba para escribir: los borradores siempre en amarillo y a lápiz. Y las pruebas ya corregidas para mandar a su editor: a máquina y en papel blanco. Pero había otro autor que era todavía más maniático con esto de los colores y si no tenía papel azul, no podía ponerse a escribir sus novelas: el autor de los Tres Mosqueteros, Alejandro Dumas. Escribía la poesía en papel amarillo, los artículos en rosa y las novelas en azul. Y si no tenía papel azul, era incapaz de ponerse con una obra de ficción.

La cosa era tan grave que en 1858 se fue a pasar seis meses de gira por Europa del Este cargado de resmas de papel. Estaba tan inspirado que cuando llegó a Tiflis, la capital de Georgia, se quedó sin color azul. Y fue un drama porque no lo encontró y tuvo que conformarse con papel crema, convencido de que la prosa no le salía igual. Y eso que trabajaba un mínimo de 16 horas al día porque era consciente de que cuanto más escribía, más dinero ganaba. Llegó a decir en una ocasión: "Mis minutos son más valiosos que el oro. Cuando me paro a atarme los zapatos, estoy perdiendo 500 francos".

Entre jorobados y caimanes

Pero sus métodos para enfrentarse a la página en blanco y no despegarse de ella no eran tan radicales como los de otro novelista francés, que en septiembre de 1830 se puso a escribir una obra que tenía que entregar en febrero del año siguiente. Y no había manera, entre otras cosas porque el libro se le alargó y terminó escribiendo 578 páginas. Menos mal que le salió todo un superventas, y como buen superventas francés de la época, un siglo después fue toda una inspiración para el cine de Disney: Nuestra Señora de París.

Víctor Hugo lo pasó tan mal para acabar la novela en el plazo que le dio su editor, que se encerró en una habitación de su casa con sus papeles, su pluma y una botella grande de tinta. Y nada más. Porque para vencer la tentación de salir a la calle o de que alguien le visitara, escribía desnudo. Y con la ventana abierta para que el fresquito del invierno parisino le ayudara a mantenerse despierto. "No me daré por vencido hasta que el manuscrito tenga la altura de las torres de Notre Dame", le dijo por carta a un amigo. Y a punto estuvo, porque cuando acabó se había quedado sin tinta y sin inspiración, y quiso titular la novela: "Lo que salió del bote de tinta".

Pero no era el único que escribía desnudo aunque es el caso más conocido. Para escribir Adiós a las armas, Ernest Hemingway también le dijo adiós a la ropa. Otro de los que se inspiraba mejor sin las ataduras del vestuario era Benjamin Franklin. Y también lo hacía una famosísima autora a la que no le gustaban los ruidos, ni el gramófono, ni el cine, ni el alcohol, ni el tabaco, pero le gustaban las manzanas. Agatha Christie realizaba un ritual de lo más inusual para inspirarse.

Su método era puramente acuático. Por ejemplo, decía que muchas de sus novelas se le ocurrían fregando los platos. Aunque donde realmente encontraba la chispa creativa era dándose un baño. Y, ojo, que no bastaba con meterse en el agua, además tenía que comer manzanas. Como sería la cosa que cuando renovó su mansión le pidió al arquitecto que pusiera junto a la gran bañera victoriana un estante. Allí iba dejando los corazones de manzana mordisqueados y así calculaba cuánto tiempo había estado a remojo y cuánto había avanzado en la trama. Otro que escribía en la bañera era Edmund de Rostand, creador de la nariz más famosa de la literatura francesa y capaz de competir con la de Quevedo: la de Cyrano de Bergerac.

Rostand podía estar todo el día sumergido en el agua escribiendo. Y otra que utilizaba la bañera para algo más que para bañarse era Dorothy Parker. Resulta que la escritora era una gran amante de los animales. Hasta tal punto que un día en un taxi en Nueva York se encontró una caja que algún viajero había olvidado con dos caimanes pequeñitos. Le dio penita. Se los llevó a casa, puso agua en la bañera y los metió dentro. Al día siguiente, se encontró una nota de su doncella que decía: "Señora, me voy. No puedo trabajar en una casa con caimanes. Sé que debería haber comentado este detalle antes, pero nunca pensé que fuera un asunto que tuviéramos que discutir".

 
  • Cadena SER

  •  
Programación
Cadena SER

Hoy por Hoy

Àngels Barceló

Comparte

Compartir desde el minuto: 00:00