La vida sigue igual, y quizá es eso lo que nos sostiene

Madrid

A las siete y tres de la mañana os escuchaba a ti y a Iñaki Gabilondo. A ti este 11 de marzo y a él en el de hace veinte años. En ese momento en el que las calles estaban bastante vacías, un sonido de ambulancia ha acabado de despertar a los vecinos de una calle muy cercana a mi casa. Y he pensado que es algo que sonó hace veinte años y también hace cuatro, con las residencias de mayores y los colegios cerrados en Madrid, preludio de la pesadilla que vendría después.

En Atocha había hoy, como siempre, las caras de sueño, esas mujeres con tacones cómodos para aguantar el trote del día, muchísimas zapatillas de deporte. Hay mochilas de gimnasio de las que asoman mandarinas, el tentempié para aguantar la mañana. Bolsas que esconden los tuppers con la comida, perfectamente precintados para que no se vuelque el contenido. La gente pasaba por alto -muy por alto- de los mensajes motivacionales que recuerdan a las víctimas del 11-M. Mensajes que dicen ‘Nunca os iréis del todo. Nadie muere mientras alguien le recuerda. Todos íbamos en ese tren’.

Hoy había mucha policía, quizá la de siempre. Hay revisores que calman a despistados y ponen a prueba su paciencia con los más pesados. “Ay, Dios mío”, dirá una de ellas, muerta de risa, tras departir con un turista más despistado que la media.

Había colas en los quioscos de la lotería, ahora que no hay forma de comprar un periódico. Tentar a la suerte para, quizá, dejar de madrugar. Hay colas en las cafeterías, donde huele a café y a zumo, y a unos metros de distancia, ya muy cerca de los tornos que conectan el metro y el Cercanías, a empanada, lo que para muchos será el almuerzo de hoy. Había, eso sí, muchos más periodistas hoy que de costumbre.

Mujeres que corren, algunas vestidas ya de personal de limpieza. Cuando vuelvan a casa, horas después, harán el gesto también de siempre. Sacarán del bolso la crema de manos y se la pondrán compulsivamente para camuflar el olor a lejía. Son muchas décadas ya cogiendo el Cercanías.

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Había niños con la tarjeta de transporte y las llaves al cuello, mascarillas en los rostros porque de eso, de lo que pasó en 2020, también nos acordamos. Había caras de hastío, de fin de semana que otra vez se ha hecho corto, de menos horas de sueño de lo que se debería. Había risas también, miopes intentando enterarse del horario de su tren.

A las siete treinta y ocho, los vagones van tan llenos como entonces. Hay silencio porque ahora no nos miramos tanto a la cara ni tampoco a un libro. Es el móvil el que nos conecta con ese mundo que nos estimula. Es un día como cualquier otro, como tuvo que ser necesariamente para muchos el 12 de marzo de 2004. Cuando hubo que ir a trabajar, dejar preparada la ropa la noche anterior, y ese tupper herméticamente cerrado.

Más cerca de este estudio, en el bar de al lado, con la tele puesta, el informativo recogía una pieza sobre el asunto. “Madre mía”, suspira uno de los parroquianos. A continuación, ese mismo informativo hablará y habló de los Oscars. La pantalla refleja el momento en el que el actor John Cena sale desnudo al escenario. “Mira, ese debe ser familiar de Sánchez. Un cuñado, o así”, grita un señor con el café en la mano, deseoso de que toda la barra le escuche. Carcajadas sonoras de su acompañante.

La vida sigue igual. Y quizá es eso lo que nos sostiene.