Opinión

El irresistible encanto de las masas

Viajamos todo lo que podemos, queremos ver con nuestros propios ojos todo cuanto sea posible. Y lo extraordinario es que vivimos en una época en que esto está alcance de la mayoría

Varias personas esperan el tren este viernes en la estación de Delicias de Zaragoza. Archivo. / JAVIER BELVER (EFE)

Madrid

Todos los indicadores turísticos apuntan en España a una Semana Santa de récord, dejando así atrás definitivamente las cicatrices de la pandemia. En el resto del mundo las perspectivas para el conjunto del año 2024 son igualmente positivas y, según la Organización Mundial del Turismo, se superarán las cifras anteriores al coronavirus alcanzando la abrumadora cifra de 1.500 millones de turistas en todo el planeta. ¿Todo bien? No es seguro.

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Observar esta realidad de apariencia tan feliz es un desafío intelectual cuando nos encontramos en uno de los momentos de mayor inestabilidad geopolítica de las últimas décadas y en una situación de gran debilidad económica en muchos países europeos, donde los tambores de guerra empiezan a escucharse en Europa con inquietante frecuencia.

Los pesimistas pensarán que somos colectivamente como la orquesta del Titanic y que, justamente a causa de la percepción del peligro, hemos decidido bailar un último vals con mayor entusiasmo si cabe. Puede que no les falte razón, pero lo cierto es que el turismo de masas es un fenómeno en imparable expansión desde mediados del siglo pasado.

Ya mucho antes Ortega -invitado inevitable en cualquier artículo sobre este tema- había señalado que el problema era encontrar sitio en cualquier lado debido a la irrupción de las masas. Y esto es lo que vienen lamentando cada vez más vecinos de muchos de los destinos turísticos más relevantes. Aquejados de un incurable desdoblamiento de nuestra personalidad ciudadana, todos somos turistas y vecinos, y queremos viajar, pero también que nos dejen vivir tranquilos.

La incomodidad y los problemas medioambientales y de gestión urbana que crean las masas turísticas son incontestables, pero a menudo parece que nos referimos a los turistas como si vinieran de otro planeta, como si la inmensa mayoría de nosotros no lleváramos todavía en las suelas de los zapatos el polvo de nuestro último destino con encanto.

Viajamos todo lo que podemos, queremos ver con nuestros propios ojos todo cuanto sea posible, necesitamos escapar a nuestras rutinas -agobiantes o deprimentes- cada vez más a menudo. Y lo extraordinario es que vivimos en una época en que esto, por primera vez en la historia, está alcance de la mayoría. Un logro democrático en toda regla.

Es sintomático que en algunos grandes destinos turísticos sea frecuente escuchar a sus líderes que hay que frenar el crecimiento de la llegada de turistas e intentar que solo

lleguen los de mayor poder adquisitivo para poder mantener así el negocio. Nadie se atrevería a defender lo mismo en cualquier otro asunto de gestión pública. Parece, en definitiva, que la invasión del turismo no tiene remedio ni causa justa para impedirla frente al afán desmedido por hacernos un selfi allí donde hay más gente haciendo lo mismo ahora mismo.

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Quizás la única alternativa sería preservar los pocos lugares que no han sufrido todavía esta enfermedad tan contemporánea y cosmopolita. Pero no hay que hacerse ilusiones. En Huesca les ha dolido mucho ser la capital de provincia con menos visitantes de España en 2023 y se están movilizando para intentar remediarlo. La ciudad tiene buenas comunicaciones, centros universitarios, parque tecnológico, restaurantes y pastelerías entre los mejores de España, un notable patrimonio histórico y una consolidada oferta cultural de calidad (ahora amenazada por la ultraderecha). Y todo ello, a un paso de lo mejor de los Pirineos.

Teniendo esa calidad de vida, como dirían nuestras madres, ¡qué necesidad!

José Carlos Arnal Losilla

Periodista y escritor. Autor de “Ciudad abierta, ciudad digital” (Ed. Catarata, 2021). Ha trabajado...

 
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