En algunas cosas, hemos hecho un viaje de años en unos pocos meses. La primera reacción de Luis Rubiales fue llamar idiotas y pringaos y tontos del culo a quienes le reprocharon el beso no consentido a Jenni Hermoso. Luego dijeron que quienes hablábamos del beso es que no querían hablar del mundial de la selección femenina. Y al final vino todo lo demás. Aquellos aplausos. La Fiscalía pide dos años y medio de cárcel para Rubiales. Por el beso pide un año. El otro año y medio lo pide por coacciones que atribuye también al seleccionador, al director de la selección y al de marketing. Según la Fiscalía, hostigaron a la jugadora para hacerle decir que el beso fue consentido, para que firmara una declaración y saliera en un vídeo junto a Rubiales. La presionaron incluso en sus vacaciones y Albert Luque le llegó a escribir: «Deseo que te encuentres muy sola en la vida». Amenazaron a sus amigos. Amenazaron a su familia, pero ella aguantó. El juez decidirá. De momento, la investigación describe una serie de hechos y, más que eso, una estructura de poder que la permitió. Un castillo de camarillas e impunidades en la sala de mandos del fútbol donde las cosas y los contratos se hacían por testosterona. Y ahora que la FIFA y la UEFA -esos estandartes y adalides de la transparencia- empiezan a preguntar cómo pudo ser, convendría recordar que esa estructura pudo ser porque siempre fue, y porque ocultaba su forma de hacer de la manera más efectiva para tapar las cosas: haciéndolas a la vista de quien quisiera verlas.