El estudió del león cumple 100 años
La Metro-Goldwyn-Mayer fue la gran fábrica cinematográfica de la época dorada del Hollywood clásico.
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Con la misma arrogancia del león que les servía de emblema, la Metro-Goldwyn-Mayer entró en el Hollywood de los años 20 dispuesta a imponer su propia manera de entender el cine. En el estudio creían en el cine, no como reflejo de la vida, sino como una evasión de la misma. Lo fundamental era que las películas sirvieran de entretenimiento a toda la familia. Películas de aventuras, pero también comedias, melodramas infantiles o películas románticas. No en vano tenían en nómina al gran amante de Hollywood: Clark Gable. Aunque, como recordaba Frank Sinatra en un documental sobre la historia de la Metro, la especialidad de la casa fueron siempre los musicales. “Eran verdaderos viajes de ensueño para los espectadores”, decía el cantante.
La compañía se fundó el 17 de abril de 1924 con la fusión de tres pequeños estudios, los estudios Metro, los Goldwyn y la pequeña productora de Louis B. Mayer que, sin embargo, se puso al frente de la nueva empresa al ser nombrado presidente y director de producción. Mayer era el prototipo del triunfador del sueño americano. Como la mayoría de los magnates del Hollywood clásico había nacido en Europa y era de origen judío. Empezó trabajando de chatarrero hasta que compró un viejo teatro y lo convirtió en sala de cine. Tuvo éxito y fue comprando otras salas por todo el país. En pocos años se convirtió en uno de los titanes más poderosos de Hollywood y en su tiempo en el hombre mejor pagado de los Estados Unidos. Tachado de tirano, se jactaba de poseer una mano dura capaz de dominar a todas las estrellas de su estudio. Un tipo de modales bruscos y moral conservadora que gobernaba la Metro como si fuera una gran familia en la que él ejercía de patriarca.
Louis B. Mayer fue un jefe más temido que amado, pero todos le reconocían dos virtudes. Una era la habilidad de saber a quién encargar cada trabajo. Otra, su capacidad para descubrir el talento y crear estrellas. Se fijaba en alguien, luego le enseñaba a moverse y a actuar, le daba un nuevo nombre y le cambiaba el físico para dotarle de glamur. Pero igual que creaba astros de la pantalla también podía destruirlos al menor indicio de rebeldía. Mayer acabó, por ejemplo, con las carreras de John Gilbert o de Eric Von Stroheim porque se enfrentaron a él y a Joan Crawford, que había sido una de sus estrellas más carismáticas, no dudó en despedirla cuando dejó de ser rentable en taquilla. Louis B. Mayer fue el creador del Star System, perfeccionando las ideas que Adolph Zuckor, el fundador de la Paramount, había ensayado unos años antes. Esto es, enfocar el interés del público, no en los directores sino en los actores.
El lema de la Metro era “Más estrellas que en el cielo” y era verdad. Ningún otro estudio podía presumir de poseer una lista tan grande de nombres estelares del cine. Con el Star System los actores y actrices firmaban largos contratos con el estudio. A cambio la Metro les garantizaba trabajo. Eso sí, sin poder elegir los papeles que interpretaban y trabajando a destajo. El estudio controlaba también la imagen pública de la estrella y no tenía reparos en interferir en su vida privada. Louis B. Mayer encontró a su mejor colaborador en Irvin Thalberg, el jefe de producción que con tan solo 25 años fue nombrado vicepresidente del estudio. Juntos convirtieron la Metro-Goldwyn-Mayer en el estudio más importante de Hollywood, aquel en cuyo sistema de producción se fijaron todos los demás. Una organización que estaba estructurada en departamentos: guionistas, músicos, maquilladores, encargados de vestuario, publicistas, cazatalentos… Todos estos departamentos colaboraban entre sí para fabricar películas como si fuera una cadena de montaje y donde solo había un objetivo: conseguir un éxito tras otro.
La Metro producía en torno a 50 películas anuales, un promedio de una por semana. Todos los platós trabajaban a pleno rendimiento y si te demorabas un poco, tenías a la siguiente unidad esperando en la puerta. Desde el despacho de paredes de cuero blanco de Mayer se divisaban los 32 platós y todo el conjunto de edificios que albergaban camerinos, almacenes y oficinas. En total trabajaban allí más de seis mil personas. El estudio era una auténtica ciudad con su propio servicio de policía y bomberos y tenía una oficina de correos encargada de contestar la inmensa cantidad de correspondencia que recibían las estrellas. La sociedad que regía en esta ciudad febril estaba rígidamente dividida en castas. En lo más bajo estaban los extras. Y en lo más alto las estrellas, por encima de directores y productores. Y en el vértice de la pirámide el rey del imperio: Louis B. Mayer. Luego cada uno de los departamentos a su vez estaba organizado también de forma piramidal. Había por ejemplo guionistas de primera, segunda o tercera categoría. Como toda ciudad que se precie, la Metro también tenía su propia escuela. En ella estudiaban los hijos de los altos ejecutivos, pero también los niños estrella. Janet Leigh, por ejemplo, mantuvo siempre una gran amistad con Liz Taylor ya que habían sido compañeras de pupitre en aquel colegio.
A las doce el trabajo se detenía y todos iban a comer al restaurante del estudio. Cada uno se sentaba con los suyos y allí aprovechaban para intercambiar impresiones sobre el trabajo. Las estrellas también comían con las estrellas, al menos hasta que llegó Ava Gardner y rompió las reglas no escritas sentándose a comer con los electricistas o los conductores de camión. Nada de vino. De hecho, esa era la razón por la que los empleados comían en el estudio para que no salieran fuera y tomaran alcohol, algo totalmente prohibido. El plato especial de la casa era una receta de la madre del propio Louis B. Mayer: Sopa de pollo con albóndigas. A eso de las seis o las siete de la tarde terminaba la jornada. El guarda de la entrada, cuyo trabajo durante el día consistía en buena parte en ahuyentar curiosos iba saludando por su nombre a las estrellas cuando salían.
La época dorada de la Metro-Goldwyn-Mayer duró hasta los años 50 del siglo XX. En esa década las leyes antimonopolio obligaron a que los estudios se desprendieran de las salas de cine que explotaban y, privada de la exhibición, la empresa perdió gran parte de su poder. A partir de entonces comenzó su decadencia, lenta pero ininterrumpida. Los actores y actrices ya no aceptaban los largos contratos del Star System y también estaba la televisión como gran competencia. Como símbolo de este declive baste recordar una anécdota. Los leones que adornaban la entrada de los locales de la Metro fueron subastados y acabaron en el jardín de la mansión de Larry Hagman, el JR de la serie televisiva Dallas.