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Cannes 2024 | Francis Ford Coppola desconcierta con 'Megalópolis', una delirante y utópica mirada a la descomposición de América

El director de 'El Padrino' y 'Apocalypse Now' ofrece una faraónica adaptación de 'La Conjuración de Catilina' y convierte la Nueva York del futuro en una especie de Roma clásica llena de dorados

Fotograma de 'Megalópolis' / FESTIVAL DE CANNES

Cannes

Francis Ford Coppola cree en dos cosas: la familia y América. A ellas dedica la faraónica Megalópolis, una de esas películas que viene precedida de leyendas y cotilleos de todo tipo, pero que, ante todo, es un ejercicio de libertad y de creatividad del creador de obras maestras como El Padrino, Apocalipsis Now o La conversación. Coppola empezó con el proyecto en los 80 y dicen que hasta estaba Paul Newman en él. Lo dejó y volvió en varias ocasiones hasta que vendió sus viñedos para no depender de nadie y hacer lo que le diera la gana, algo que ya ha hecho en varias ocasiones en su carrera, ahí tenemos Corazonada. Finalmente, ha logrado lo que quería, su propia versión de América. Es cierto que con la familia Corleone ya nos había mostrado cómo operaba el capitalismo en su país y cómo se adaptaban los migrantes italianos, pero ahora mira a la América actual y también a la del futuro, pero sin salir de la Roma de antes de cristo.

No esperen una película redonda y convencional, pues Megalopolis es exceso, pasión y una necesidad de explicar por qué Estados Unidos está en riesgo de extinción. Ganador de dos Palmas de Oro, de cuatro Oscar y uno de los cineastas más importantes de su generación, el regreso de Coppola en el Festival de Cannes se ha vivido como una epifanía, todo un mensaje a la industria de Hollywood que, de momento, no tiene demasiado interés en distribuir la película.

La génesis del proyecto, decía el director, está en su fascinación de niño por la ciudad de Nueva York y por todos esos inventores y científicos incomprendidos que apostaban por mejorar el futuro. Esa es la profesión del protagonista, Adam Driver, llamado César Catilina, que ha inventado una arquitectura especial que nos hará mejores. Han leído bien, Catilina, como aquel presunto conspirador que fue señalado por Cicerón y cuya conjuración describió al dedillo Salustio. Hasta se podría decir que lo que hace Coppola en Megalópolis es adaptar La Conjuración de Catilina a una Nueva York. Solo el hombre que adaptó de manera tan brillante El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad al desastre de la Guerra de Vietnam podía hacer una locura así.

Cicerón es el alcalde de la ciudad, el personaje de Giancarlo Expósito, que quiere mantener la ley y el orden en una urbe donde la vivienda es cara, donde no hay sanidad pública ni educación y donde emergen brotes de violencia. Catilina es un hombre sabio, o eso cree él, que da miedo al poder, que trata por todos los medios de establecer una teoría de la conspiración contra él, el sobrino de un rico empresario y banquero Craso, a quien interpreta John Voigh y cuyo hijo sádico quiere acabar con él, un extravagante Shia Labeouf interpretando a Clodio, otro de los enemigos acérrimos de Cicerón, quien le dedicó varios insultos en sus discursos.

Con ese punto de partida, que no es poco, la película va a por todas. Hay un homenaje a Things to Come, película de William Cameron Menzies, escrita por H. G. Hells, con esos planos de edificios enormes y futuristas, propios del cine de ciencia ficción de los años 30. Hay homenaje a los grandes novelistas americanos, pero sobre todo a los clásico, a Marco Aurelio, a quien cita expresamente en varias ocasiones, a Ovidio y al propio Ciceron. Todo para confrontar dos modos de ver el mundo, enconados y dispuestos a aniquilarse. Es cierto que Cicerón ganó el relato con ese "Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?", que Coppola mantiene en el filme, en una de las escenas más épicas donde el caos reina en la ciudad, pero fue un político conservador y no mostró pruebas de que Catilina quisiera acabar con la República en un intento de golpe de Estado en el 63 a.C. Coppola compra las teorías de que Julio César estaba detrás de esa conspiración también y pone ambos nombres a su personaje.

Es curioso que para hablar de fake news y del amarillismo de la televisión americana, el director juegue con ese discurso del orador latino que pasó a la historia, pero que ni siquiera sabemos si detrás de sus pomposas palabras hay algo de realidad. Eso contrasta con los divertidos momentos del personaje de Aubrey Plaza, una reportera de televisión sensacionalista, que suelta discursos incendiarios y mentiras para acabar con líderes políticos que el sistema no quiere ni ver de cerca, ¿les suena? Una arribista que, en lugar de periodismo, lo que quiere es ir a las fiestas, estar con el poder.

El director elige ese momento concreto de la historia porque es análogo a la crisis que vivimos hoy en todo el mundo. En aquellos años, Roma vivía con la economía estancada y sus clases plebeyas y sus esclavos a punto de explotar, por la falta de transparencia y por la desigualdad y desconfianza en los gobernantes. Aunque la República fuera un régimen democrático, era una oligarquía donde la desigualdad hacía mella. En ese caos, nos dice Coppola, es donde emergen los líderes populistas, que son capaces de creer a la máquina del fango y no diferenciar a un caudillo de un político noble. La alusión a Roma es total: las bacanales son las fiestas en discotecas que emulan a Studio 54, los gladiadores ahora están en la lucha libre y las Saturnalias, la fiesta que dio origen a la Navidad cristiana, un carnaval antes de fin de año en el que se puede hacer todas las barbaridades.

Escenas que permiten al director mover la cámara, partir la pantalla, poner a su personaje a tener sueños premonitorios y hasta hacer un juego con los espectadores en las salas. Y hasta aquí podemos leer si queremos evitar los spoilers. Lo que sí podemos decir es que Megalópolis es también una defensa del cine, de esas viejas y monumentales producciones del Hollywood clásico, como lo era el Babylon de Chazelle. Coppola apuesta por las salas y por el cine como un arte que debe superar las leyes del mercado. De hecho, podríamos leer al personaje de Adam Driver como un trasunto del propio director, a quien a pesar de sus éxitos, muchos han señalado como un lunático fuera de la realidad. Quizá lo esté, quizá Megalópolis sea una película a contracorriente, pero funciona a pesar de su caos y su locura.

Decíamos que Coppola, como su personaje de El padrino, cree en América y, por ello, quiere una América mejor que la actual. ¿Es la sociedad en la que vivimos la única que tenemos a nuestra disposición? Es la pregunta que se hace su personaje, ese que es capaz de parar el tiempo y de poner a todos en su contra. Es la pregunta, de hecho que todos deberíamos hacernos, al vivir en un mundo que permite las situaciones violentas y genocidas que estamos viendo cada minuto. Esa es la propuesta en una película que rompe con esa idea de que es difícil imaginar una sociedad que trascienda los errores del neocapitalismo actual. Es Megalópolis la solución, la ciudad que pretende crear Catilina. Pero Coppola insiste también en que la crisis política puede acabar con la familia. Por eso, para el director, esta institución será lo único que nos salve. De modo que la película es una loa a la lealtad con los nuestros y la unidad. América como una gran familia donde demócratas y republicanos deben hacer las paces para evitar las banderas confederadas -alguna se cuela en el filme entre banderas de la antigua Roma con el SQPR impreso- y los locos que asaltan capitolios en sus días libres. El amor entre Julia Ciceron y César Catilina es la solución, lo que traerá el futuro.

Como decíamos, todo es irregular en Megalópolis, pero todo es épico a la vez. Cada actor está en un registro, tanto Driver, como Voight, como Nathalie Emmanuel. Junto a ellos, Laurence Fishburne, que fue un joven soldado en Apocalipsis Now, Kathryn Hunter, la hermana del director, Talia Shire, y su sobrino Jason Schwartzman, además de Dustin Hoffman. Hay giros de guion que no cuadran y hay más dorados que en una fiesta de Moros y Cristianos. El vestuario pura diversión y los decorados un lujo kitsch que solo un veterano de 84 años puede permitirse. No hay una línea roja para el director, que aprovecha para meter material documental de la ciudad de Nueva York, de la estatua de la Libertad, que acogió a tantos inmigrantes europeos, entre ellos sus antepasados, como las imágenes de la ciudad desolada tras los atentados del 11 de septiembre. Megalópolis es un canto de amor a una ciudad que aunque ha tocado fondo, todavía puede levantarse, porque las utopías, dice Coppola, deben volver, debemos ser capaces de imaginar un futuro mejor, aunque sea hortera y lleno de dorados.

Pepa Blanes

Es jefa de Cultura de la Cadena SER. Licenciada...