Cannes 2024 | Andrea Arnold se pasa al realismo mágico con 'Bird', una historia de la adolescencia en los márgenes
La directora británica firma un emotivo drama con dos de las estrellas del momento, Barry Keoghan y Franz Rogowski
Cannes
El cine de Andrea Arnold bebe de la mirada tierna y sobre la clase obrera. Nacida en un suburbio rural de Inglaterra, hija de madre joven, su vida no está tan alejada de la de sus personajes, jóvenes que abandonan pronto el hogar, que conviven con muchos hermanos y que tratan de buscarse la vida como pueden en una sociedad que desde el thatcherismo acabó con el estado del bienestar. Su cine podría complementar al de Ken Loach, al que la cineasta añade un toque mucho más sensorial y soñador, donde la presencia de los animales siempre tiene una bonita historia detrás. “Desde pequeña he escrito para darle sentido a la vida. Llegué tarde al cine, cuando tenía treinta y tantos. Sentí una forma de necesidad. De todas formas, nunca consideré esta expresión artística como una carrera a construir. Hacer películas se convirtió simplemente en mi medio de expresión", decía en el Festival de Cannes donde ha venido con dos propósitos. El primero recibir la Carrosse d'Or, un premio honorífico que otorga la Quincena de Realizadores de Cannes, que ha proyectado toda su filmografía, desde sus cortometrajes, Milk y Wasp, hasta su última película, el documental Cow.
El otro propósito es presentar Bird, película con la que vuelve a la competición del Festival de Cannes, después de obtener tres premios del jurado con Red Road, Fish Tank y American Honey. En Bird continúa con esa idea presente en su filmografía de ubicar a sus personajes en el centro de un conflicto atravesado por la soledad y la desesperanza de la clase obrera. El pesimismo de sus películas ante una realidad atroz se mantiene en esta historia que, sin embargo, tiene un regusto mucho más esperanzador y luminoso. Emotiva, poética y cruda, como la realidad que retrata y que no parece importar a nadie, más allá de a cuatro directores británicos que se aferran a seguir contando cómo su país ha dejado abandonados a una parte importantísima de la población, entre ellos, niños y adolescentes que carecen de futuro. Decía Paul Willis que todo niño de clase obrera solo piensa en trabajos de clase obrera, en este caso, ni siquiera llegamos ahí, estamos un paso por debajo, con niños que toman las decisiones, porque nadie está al mando.
Como en Fish Tank cuenta la historia de una adolescente con padres disfuncionales, necesitada de crear relaciones de empatía y así lo hace, un misterioso personaje, Franz Rogowski, que aparece de repente y que tiene una conexión extraña con los pájaros, algo que nos recuerda al Kess de Ken Loach. Si en Fish Tank la adolescente necesitaba la aprobación del personaje de Michael Fassber, aquí es el de esta especie de hombre angelical que representa todo lo bueno que ella no tiene en casa. La cámara al hombro sigue a esta chica cuyo padre loco, Barry Keoghan quiere vestir con un mono de leopardo para su nueva boda, donde su madre tiene un novio maltratador y tres hijos más y donde sus hermanos mayores empiezan a ser padres antes de cumplir los 16. Arnold filma a sus personajes de cerca, lo que permite que veamos el desorden de sus casas, la mugre de los niños que juegan en la calle o la sangre de la violencia de género. Eso lo antepone con planos del cielo, donde vemos a los pájaros que tan importantes son para el devenir de esta historia y que, a modo metafórico, reflejan las ansias de huir del hogar, de salir de ese lugar claustrofóbico y lleno de violencia.
Con Bird, la directora continúa reflejando un estudio de la clase obrera inglesa de la actualidad, donde los jóvenes son irascibles y violentos, debido a la opresión del ambiente en el que viven, de lidiar con adultos irresponsables, poco comprometidos, que no paran de tener hijos y nuevas parejas. Es cierto que, por momentos, el relato va creciendo en crudeza y casi no hay espacio para pensar en otro futuro para esa niña a la que nadie explica qué es la menstruación. Pero Arnold se las apaña para darnos momentos de empatía dentro de una familia imperfecta, con esa escena final en la estación de tren. Y, por supuesto, con la música y el baile, tan importante en el cine de la directora británica, que aquí da un respiro a la narración en una brillante y emocionante escena final a ritmo del pop inglés de los noventa y los 2000: Oasis, Blur, Coldplay, The Verve, canciones que baila el bueno de Keoghan, uno de los pocos actores británicos capaz de hacer papeles de clase obrera y resultar creíble. Estupendo, de nuevo, incluso en esa broma a Murder on the floor, y estupendas las niñas con las que Arnold consigue una naturalidad fuera de lo común.
De nuevo, Robbie Ryan firma la fotografía, tras su nominación al Oscar por Pobres criaturas, uno de los directores de foto que más dignidad y belleza imbuye a los personajes marginados. Esta vez, la directora incluye también escenas de vídeos filmados con el iPhone, completamente en vertical, que la protagonista graba para inmortalizar el comportamiento abusivo a su alrededor, casi como si fuera un arma instantánea. Quizá una de las cosas más bellas y sutiles sea cómo la directora muestra cómo el personaje de esa niña juega con la identidad de género, con pequeños detalles y sin subrayados. Quizá lo único que desconcierte el elemento surrealista que tiene que ver con el personaje que da título al filme, en un ejercicio valiente de la directora que querer dar un paso más en el relato de la realidad social.
Pepa Blanes
Es jefa de Cultura de la Cadena SER. Licenciada...