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Cannes 2024 | Ni Putin ni la URSS, 'Limónov' es un fallido biopic que lo apuesta todo al sexo

El director ruso Kiril Serébrennikov adapta la vida de este opositor ruso, escritor y poeta, al que da vida el británico Ben Whishaw con cameo del autor de la novela en la que se basa, Emmanuel Carrère

Fotograma de Limonov / Cedida

Cannes

Eduard Limonov tenía hechuras de héroe. Alguien capaz de ser poeta radical soviético, vagabundo y prostituto en Nueva York, intelectual en Francia y opositor político en la Rusia contemporánea. Todas esas vidas y esas facetas las tiene un personaje por cuya historia es posible entender y asistir a todos los cambios radicales del mundo después de la Segunda Guerra Mundial hasta la actual crisis geopolítica mundial, con la invasión de Ucrania incluida. Ese potencial y el atractivo físico y psicológico del personaje lo vio claro el escritor francés Emmanuel Carrère que firmó una novela brillante en Limonov y que ahora desaprovecha el director ruso Kirill Serebrennikov al adaptarla a la gran pantalla con el actor Ben Whishaw como protagonista y que se ha presentado en competición en el Festival de Cannes.

En realidad el proyecto lo iba a dirigir el polaco Pawel Pawlikowski, autor de películas como Ida o Cold War y que había seguido con su cámara documental a Limonov por la guerra de los Balcanes, cuando el ruso apoyó a los serbios. Finalmente, firma el guion junto con el realizador ruso, exiliado desde hace unos años en Francia después de la condena que sufrió en su país en 2020, por una supuesta malversación de fondos artísticos. Cannes ha sido el descubridor y protector de este cineasta que en 2018 presentó en competición Leto, una especie de comedia musical espeluznante sobre la escena del rock underground en Leningrado a principios de los años 80, que mostraba la persecución a la música occidental. Volvió con La fiebre de Petrov, sobre una epidemia de gripe en la Rusia postsoviética que suponía un retrato de la esquizofrenia de aquellos años de transición. En 2022 volvió a la competición con La mujer de Tchaikovsky, una película donde ponía en jaque la historia oficial de su país contando la homosexualidad de uno de los grandes hombres y emblemas de la cultura rusa, como fue el compositor de El lago de los cines. Desde entonces ha estado trabajando en París y siendo muy crítico con las decisiones políticas del actual gobierno de Putin.

Esta es la primera vez que rueda en otro idioma que no sea el ruso. La película de Limonov está contada en inglés. Un tremendo error, aunque la propuesta del director quiera alejarse del realismo. Los actores hablan en inglés con acento ruso, incluido un soberbio Ben Whishaw, que asume el carisma del personaje. Limonov era una estrella del rock, a pesar de no dedicarse a la música, y como tal lo interpreta el actor británico, que es capaz también de dar repelús en la mayoría de las escenas donde aparece este hombre, obsesionado con ser un héroe, con la fama, con ser alguien. El director usa la música, los movimientos de cámara, las letras impresas en rojo en la pantalla, las imágenes de archivo, los decorados para que el espectador se sitúe a una distancia prudencial de un tipo desafiante, con el que a pesar de el atractivo es difícil empatizar.

El director tiene la habilidad de llevarnos visualmente por el tono gris de la URSS y los brillos del Nueva York de los 70, con la música de la Velvet Underground haciendo más placentero el viaje de este Barry Lindon soviético, e insistiendo en la obsesión por Estados Unidos de un personaje que se definía como admirador de Stalin. También la facilidad con la que antepone esos dos mundos separados por el telón de acero, sus aciertos y sus contradicciones. Sin embargo, el relato decepciona al dejar fuera la parte más política, que no parece tener cabida en esa propuesta estética, dada a las orgías, al sexo y a las rabietas de niño mimado. Es como si todo se centrara en el sexo y en sus relaciones, recordemos que reconoció en uno de sus libros que folló con un negro en Nueva York, todo un escándalo en ese momento, y ahora, para una Rusia que sigue prohibiendo a las personas LGTBIQ. Eso sí, hay queda la mención al apoyo Palestina, ya en los setenta, como una de las manifestaciones más peligrosas en Estados Unidos.

Es brillante la manera en la que salta de un periodo a otro, sobre todo, el salto a Francia después del desmantelamiento de la Unión Soviética, del desastre de Chernóbil, de la llegada de Reagan y Thatcher y de la caída del Muro de Berlín, en un plano secuencia en el que personaje pasea por un decorado que va mostrando todos esos acontecimientos con ayuda de material de archivo. Como en Leto, vuelve a apostar por una fabulosa factura técnica, con una puesta en escena y un trabajo de cámara precisos y calculados al milímetro, donde el estilo videoclipero emerge al ritmo del rock de Lou Reed.

Sin embargo, la evolución ideológica del mundo se resuelve de manera muy obvia y abrupta: con un programa de radio en Francia, donde el escritor acaba tirando un vaso de agua a una tertuliana que defiende las palabras de Francis Fukuyama que predijo el fin de la historia había llegado con la conversión al capitalismo de todo el mundo. La otra es una cena en la casa familiar. Limonov ha vuelto a Rusia a presentar su última libro y visita a sus padres. Discuten de política y el padre defiende a Stalin y culpa a Gorbachov de la corrupción, de la inflación y del desmantelamiento de todo el estado del bienestar que el comunismo había levantado.

Tampoco los años de Nueva York se aprovechan en exceso. Allí Limonov sufrió una ruptura amorosa, su novia rusa lo dejó por un fotógrafo mejor posicionado que él. No conseguía que le publicaran sus poemas y vagabundeó por las calles, tuvo sexo con desconocidos y acabó de mayordomo de un rico que traía a intelectuales rusos a las cenas que preparaba nuestro ínclito protagonista. Quizá lo más interesante es ver el choque cultural en una ciudad que prometía todo y donde había que pagar la sanidad, el gas y donde las fiestas y la gloria solo eran para los burgueses. Es cierto que el escritor logró la gloria en Francia donde publicó más de una decena de libros y cuando ya estaba casi olvidado de nuevo, una biografía sobre él despertó de nuevo la curiosidad por su vida y su literatura, que nunca dejó de moverse de la autoficción.

Si uno repasa la biografía de Putin y la de Limonov casi podía decirse que son almas gemelas, aunque la vida les llevó por caminos distintos, o fueron sus decisiones las que acabaron separándoles. Los dos fueron hijos de familia humilde, como la mayoría de la Rusia comunista. Niños enclenque obsesionados con el ejército e incluso con problemas en la adolescencia. Si Carrère conseguía contar, a través de la figura de Limonov, cómo había emergido Putin en la Rusia contemporánea, el director prefiere dejar ese episodio fuera del relato, que acaba cuando Limonov sale de la cárcel de Siberia, tras haber sido acusado de terrorismo y tráfico de armas, al frente del Partido Nacional Bolchevique. Una oportunidad perdida para explicar por qué Putin ha logrado calar entre los votantes rusos, como decía Carrère en su maravilloso libro, porque repite algo que los rusos tienen una necesidad absoluta de oír: no tenemos derecho a decir a ciento cincuenta millones de personas que setenta años de vida, la de sus padres y abuelos, de aquello en lo que creyeron, por lo que se sacrificaron, era todo una mierda.

Pepa Blanes

Es jefa de Cultura de la Cadena SER. Licenciada...