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Cannes 2024 | Sean Baker reescribre en 'Anora' el cuento de hadas con una comedia de aventuras de una stripper

El director americano nos adentra en dos noches de tensión, locura y sexo de una joven bailarina de streptease, la actriz Mikey Madison, que se enamora del hijo de unos oligarcas rusos

Fotograma de 'Anora' / Cedida

Fotograma de 'Anora'

Cannes

Hay un vínculo entre la política de EE. UU. y la vida sexual de los individuos que lleva explorando en su cine el cineasta Sean Baker. Desde Tangerine, película donde contaba la vida de una trabajadora sexual tans , pasando por The florida project, sobre una madre soltera en los márgenes, a su último trabajo, Red Rocket, sobre un actor porno arrepentido en medio de la desesperanza y el surgimiento del trumpismo. La política afecta a nuestra vida sexual, insista el director que vuelve a unir ambos temas en Anora, película con la que compite por la Palma de Oro en el Festival de Cannes y con la que tiene bastantes posibilidades de entrar en el palmarés.

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Gran retratista de ecosistemas al margen, Sean Baker se ha dedicado a poner el foco en los no-lugares, en espacios donde nadie quiere adentrarse, ni mirar, ni pasar, ni fotografiar, dándoles una dignidad visual en sus películas que la vida real les niega. Los suyos son personajes que tratan de salir a flote o encontrar algo de comodidad dentro de su hábitat, a pesar de las contradicciones, de hacerlo mal o de la insistencia de un sistema por evitar que salgan de la posición donde les ha colocado. Precisamente en un no lugar comienza esta historia, la de una joven bailarina en un club de striptease en Brooklyn. Baila, acompaña a los clientes, hasta que una noche se enamora de un cliente, un joven ruso, con el que queda fuera del trabajo.

La sorpresa es que el chico es en realidad el hijo malcriado de un millonario, heredero de uno de esos oligarcas que hicieron millones con el caos durante la caída de la URSS y cuyos negocios huelen muy mal. El ruso parece enamorado también y la invita, previo pago de un salario, a pasar una semana con él que termina con boda en Las Vegas incluida. Lo que parecía el cuento de La Cenicienta, se acaba de un plumazo, pues los cuentos de hadas no existen, los inventó Disney que, como descubrimos en Florida project, es otro vacile del sueño americano. Los padres oligarcas quieren anular la boda con ayuda de sus dos tozudos guardaespaldas rusos y ante la resistencia de nuestra heroína.

Normalmente, el director, no suele apostar por estrellas demasiado conocidas, salvo algunas excepciones, como la de Simon Rex y Willem Daofe; pero Baker acierta con la elección de la actriz Mikey Madison. Estupenda en este papel en el que va de la comedia al gamberrismo y a la que descubrimos en la serie Better things, y que después ha aparecido tanto en el filme de Tarantino, Érase una vez en Hollywood, como en las últimas entregas de la saga de terror Scream. Junto a ella, Yuriy Borisov, al que buenos en La fiebre de Petrov, de Kiril Serebrennikovor. En lo que acaba siendo una de las más extrañas comedias románticas de los últimos años. Si alguien ha sabido darle una vuelta a este género manido y hegemónico ha resultado ser un director indie americano.

El director convierte el filme, el más ambicioso que ha rodado hasta la fecha, en un elegante retrato del erotismo, del trabajo sexual y de la bajeza moral de los ricachones y lo hace emulando el cine de los setenta y cambiando la pátina de colores a los que nos tenía acostumbrados. La saturación de colores, a la que tan habituados estamos gracias o por culpa de Instagram, decae aquí y la película se torna de un aspecto más descolorido, por el que nos pasea por Coney Island, por los clubs nocturnos de Nueva York, por los casinos de Nevada.

Pero, sobre todo, Baker se entrega a la comedia en muchos momentos de la película. Anora tiene algo de ruptura con respecto a sus películas anteriores. Es cierto mantiene su sentido del humor, que vuelve a apostar por una protagonista joven, una trabajadora sexual de nuevo, pero deja los bajos fondos para subirnos a un avión privado, para meternos en una mansión llena de lujos superfluos. Demuestra que sabe también salir de los márgenes y filmar una película de millonarios, que podrían tomar café con Donald Trump, o con Putin, según el día, pero lo hace desde la mirada de una joven de clase obrera, que curra donde puede y como puede y que sueña con dejar ese trabajo sexualizado. Es significativo que en un momento del filme, la madre rusa le dice que si no firma el divorcio, le quitará su casa y su coche, propiedades que, evidentemente, no esa chica ni siquiera se plantea tener.

La de este año está siendo una sección oficial donde ha vuelto la discusión en torno a cómo rodar las escenas de sexo, a cómo mostrar el cuerpo de las mujeres, después de los análisis fílmicos feministas y de que muchas directoras en estos últimos años post Me too hayan roto la inercia de la mirada masculina, entre ellas Céline Sciamma con Retrato de una mujer en llamas. Coralie Fargeat en The Substance se lanza a incomodar con la hipersexualización femenina, Coppola se mantiene fiel a esa vieja escuela masculina, mientras que Sean Baker demuestra que se puede ser sexy, rodar con erotismo el cuerpo de la mujer y las escenas de sexo, de otra manera. Es precioso un contraluz en una de las escenas de cama, donde los personajes son a penas una sombra desdibujada, o cómo evita los primeros cuerpos cuando baila semidesnuda la protagonista.

El director rueda esta vez en 35, atrás quedó el 16 milímetros de Red Rocket y el iPhone 5S de Tangerine. Formato con el que nos acerca a esa cara b de la prosperidad americana con ese doble retrato de ambas clases sociales. Ella es migrante de tercera generación de rusos, sin embargo, él es un millonario de aquel país que se casa para castigar a sus padres. Contradicciones de un país que sigue teniendo una relación enfermiza con el sexo y el dinero.

Pepa Blanes

Pepa Blanes

Es jefa de Cultura de la Cadena SER. Licenciada en Periodismo por la UCM y Máster en Análisis Sociocultural...

 
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