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Cannes 2024 | Sorrentino lo apuesta todo a la belleza de las mujeres en una vacía 'Parthenope'

El director italiano escribe una carta de amor a su ciudad, Nápoles, comparándola con una exuberante y bella adolescente en una película llena de planos sublimes, pero sin poco más que decir

Fotograma de Partenope / CEDIDA

Cannes

El mito griego de Parthenope unió para siempre la ciudad de Nápoles con lo femenino y con el mar. Cuenta la leyenda que una sirena fundó esa ciudad al sur de Italia y le puso su propio nombre. A ese momento, a la raíz de todo los males y todas las grandezas, que fue la cultura grecolatina, vuelve el director italiano Paolo Sorrentino en su nueva película donde, de nuevo, pasea por las calles de su ciudad, esa que ha marcado su cine, su manera de ver el mundo y de vivir en él. El autor italiano es uno de los hombres de Cannes. Aquí presentó Las consecuencias del amor, hace dos décadas, y ha dejado su sello desde entonces, ganando en 2008 el Gran Premio del jurado por la maravillosa Il Divo, el biopic sobre el todopoderoso Andreotti, y compitiendo con La gran Belleza o La juventud. Ahora cierra esa mirada a sus orígenes que ya inició en su anterior filme, estrenado en Netflix y, por tanto en Venecia, y que se llamaba Fue la mano de Dios. Con ambas firma un díptico de esa ciudad "triste y bella" al lado del Vesubio.

A Nápoles se encomienda esta vez que cuenta una epopeya. La heroína es una modelo, perfectamente equipada con los vestidos escotados y sedosos de Yves Saint Laurent, cuya firma ha pagado una parte del filme, viaja como Homero de Troya a su hogar, Ítaca, sino que transita de su mansión al borde del mar por las callejuelas de la ciudad que tiene enfrente. Su superpoder es ser tan bella que todos a su paso se quedan embrujados por su encanto, y encima estudia Antropología en la universidad con un profesor que es una de las cosas más tiernas de la película, Silvio Orlando.

El deseo, lo efímero de la juventud, el amor verdadero, la seducción, el dolor, la pérdida, son temas que van apareciendo en el filme y que reflejan todo el repertorio de sentimientos que puedan aparecer en una larga y ordinaria vida. Es ese viaje va conociendo a varios hombres, un joven vecino, su propio hermano, un rico con helicóptero que la pretende y a un viejo John Cheever, al que interpreta Gary Oldman. El escritor de El nadador vivió en la ciudad como un invitado ilustre lamentándose por la vejez, algo que utiliza con astucia el director. Atrás quedó la locura de las fiestas burguesas a ritmo de Raffaela Carrà o de la hortera "Mueve la colita". Aquí todo es mucho más melancólico, una melancolía que se combate, según Sorrentino con belleza, con ligereza, con sábanas blancas colgadas al viento, con vistas a increíble a la bahía de Capri.

Es cierto que estamos ante un director que rueda de una manera increíble y que lo apuesta todo a la belleza extrema, pero esa belleza está vacía. La película se inicia con una impresionante carroza antigua llena de dorados que es transportada a Nápoles como regalo de la niña que va a nacer. Después, todo es una sucesión de poses al lado del mar, en palacios decadentes y siempre una mujer semidesnuda a la que la cámara enfoca cuanto más cerca posible. Pero, como dijo Umberto Eco, la belleza es aburrida, predecible y Sorrentino todavía no se ha dado cuenta.

En realidad, la película no tiene la envoltura y la fuerza de La Gran Belleza, a la que imita cambiando la edad del protagonista, el género y cambiando la capital italiana por esta ciudad del sur llena de contradicciones. Si en el filme que le consagró había una mirada a una generación, a un modo derrochador y opulento de hacer y de vivir, aquí no hay nada. Salvo una escena que pone los pelos de punta por su belleza, un paseo aterrador por el verdadero Nápoles, los callejones sudorosos y angostos que subyacen a las miradas de los turistas y a los post de Instagram, a las pizzas y a las ventanas con ropa tendida. Sin embargo, no hay ninguna lectura más allá de la imagen. No hay nada a por qué la ciudad está como está. "El pueblo es el culpable", osa decir uno de sus personajes, quitándole toda la carga política que podría tener el retrato de una urbe abandonada por mafias, corrupciones y falta de interés político.

Sorrentino demuestra que es capaz de mostrar belleza de lo más decadente y eso es precioso, pero más allá de un par de momentos, el resto se antoja ensimismado y sin mucho que decir más allá de que a todos nos duele el paso de tiempo y a todos nos gusta lo bello y todos buscamos la libertad, como esa mujer que vaga sin saber muy bien hacia donde. La cuestión es si solo es bello el cuerpo de una mujer joven con medidas perfectas, si puede haber belleza más allá de eso. Pero además, ¿cómo una sirena, atada siempre a su destino, puede moverse libremente? Es curioso que elija la figura mitológica de la sirena para hacer una alegoría con su personaje protagonista. Fue Disney, entre otros, culpable de modificar y embellecer la apariencia de esas criaturas femeninas que en la obra de Homero eran aladas, monstruosas, era su canto lo que embelesaba a Odiseo. La maldición de esta la sirena de Sorrentino es ser deseada por todos los hombres, pero no tener al que quiere.

Para el italiano el heroísmo está en una mujer buscando su libertad. Una hazaña mucho más compleja que la de cualquier héroe clásico y no podemos estar más de acuerdo en esa premisa; sin embargo, ¿qué es la libertad para esta chica? Ser mirada, ser el objeto de la mirada masculina, como lo ha sido siempre, salvo excepciones, la mujer en el cine. La male gaze que definía la teórica Laura Mulvey está tan instalada en nosotros y nosotras que cuesta hasta que una directora cambie la manera de abordar el cuerpo y el deseo femenino. Sorrentino lo ha hecho en otras de sus películas, sobre todo en La juventud, con Michael Caine y Harvey Keatel al borde del infarto babeando detrás de jóvenes esbeltas y tersas. Y aquí lo hace de nuevo. Quizá el problema es que no haya nada más detrás de esa belleza.

Pepa Blanes

Es jefa de Cultura de la Cadena SER. Licenciada...