No tener nada solo es el principio
Algo de ese instinto de supervivencia puede haber en la gran crisis del trabajo que estamos viviendo en la actualidad. No se trata de la crisis tradicional por la falta de trabajo, sino por su exceso
Madrid
Todas las revoluciones frustradas —o sea, todas— dejan en la memoria colectiva una serie de huellas imborrables que contienen la semilla de revoluciones futuras. Libros, discursos, fotografías, himnos y cualquier otro merchandising emocional sirven para alimentar en las siguientes generaciones la nostalgia de aquella luz cegadora.
En 1970, cuando ya la revuelta contracultural de los campus estadounidenses se diluía frente al poco escrupuloso ejercicio del poder de Nixon, Lou Reed firmó una canción legendaria para cerrar el disco con el que se despediría de la Velvet Underground. Oh! Sweet Nuthin' es un tema oscuro, envolvente y que se resiste a terminar, que habla de personajes marginados, gente en la cuneta que no tiene nada en absoluto como repite el estribillo una y otra vez. Pero no es una canción nihilista, sino uno de esos destellos de belleza e incluso de esperanza que Reed gustaba de encontrar en los momentos más duros de las vidas más rotas, como las de Jimmy, Ginger, Polly o Joanna, los alucinados protagonistas de aquella balada.
Esa dulce nada, ese no tener nada en absoluto para poder empezar de cero una vida distinta no dejaba de ser la aspiración de aquella revuelta hippy de los sesenta, que pudo ser ingenua pero también la más radical impugnación cultural del capitalismo corporativo y militar surgido de la guerra fría. La idea de abandonar, de dar la espalda a un sistema que parece incapaz de dominar sus impulsos destructivos y que por lo tanto no se puede reformar, emerge una y otra vez, con distintos lenguajes y formas, a lo largo de nuestras vidas.
Algo de ese instinto de supervivencia puede haber en la gran crisis del trabajo que estamos viviendo en la actualidad. No se trata de la crisis tradicional por la falta de trabajo, sino por su exceso. Un fenómeno que se extiende silenciosamente por muchos países y que se presenta con caras diferentes: desde el abandono voluntario de los empleos que no aseguran la calidad de vida que la pandemia convirtió en una necesidad irremplazable, a la saturación de las consultas de salud mental por tantos trabajadores a los que enferma el imaginarse una semana más en un empleo que consideran tóxico, o esa legión de profesionales eternamente agotados por las exigencias de productividad y la alienación provocada por la demanda sin horario de las plataformas digitales.
La escasez de mano de obra cualificada favorece una mayor movilidad en busca de nuevos empleos que asfixien menos y que no exijan tomarse el trabajo como una nueva religión personal. Pero no parece que se trate tan solo de que muchos jóvenes encuentren ahora más oportunidades para dejar a jefes de otro siglo y trabajos de galeras. Hay signos que anuncian un cambio más profundo en la cultura del trabajo. Una renuncia silenciosa, un rechazo casi existencial a un modelo que hace aguas.
Los escépticos dirán que la culpa es de quienes creyeron el cuento de que el objetivo de ser feliz estaba entre los fines del trabajo y de la empresa. Más allá de tanto powerpoint embaucador, lo indiscutible es que muchos jóvenes no quieren seguir trabajando cinco días a la semana; no están dispuestos a renunciar a un horario flexible para atender las necesidades de su vida familiar sin consumirse en un permanente estrés; ni a seguir explotándose con tanta autoexigencia.
Quizás tengan razón y sea mejor una dulce nada que perecer lentamente en la esforzada mediocridad de un trabajo sin expectativas. Pero ojalá también haya alguien que crea que no que tener nada en absoluto debe ser solo el principio de un gran cambio social.
José Carlos Arnal Losilla
Periodista y escritor. Autor de “Ciudad abierta,...