Las vacaciones

Barcelona

Antiguamente, las vacaciones de verano se dividían en dos grandes grupos, que acabaron originando dos tipos diferentes de veraneantes. Los que se tomaban las vacaciones en julio y los que elegían las vacaciones de agosto. Elegir es mucho decir. En España hemos sido siempre más de pedir que de elegir. Esto se ve en nuestra literatura, que está llena de mendigos y pordioseros desde que se escribió el Lazarillo de Tormes. Mendigo es una palabra con solera, atemporal, viene del latín, mendicus; pero se trata de un vocablo que tiene mala baba, pues acaba derivando en palabras peores, como mentir y mendacidad. Le es más fiel al gesto de pedir la palabra pedigüeño, con esa diéresis encima de la u, tan bonita, como dos estrellas gemelas, y con ese diptongo tan del castellano primitivo, que aporrea las puertas de Berceo. Pedigüeño, cigüeña... estas palabras, esta manera de hablar, nos salvó del latín cuando esa lengua era un idioma decrépito. Las lenguas se crean y se destruyen, y por el camino se transforman. El caso es que ya hace tiempo que se extinguieron los veraneantes de julio y los veraneantes de agosto. Hoy día, las vacaciones son como el arroz que se lanzaba a la salida de las bodas. Así, los días de vacaciones caen a puñados y acaban esturreados por el suelo. En lenguaje administrativo, en vez de esturreados, se dice repartidos. El lenguaje es un espejismo. Cada palabra es un espejo manoseado donde se refleja la vida. No sé si se habrán dado cuenta, pero, ahora, las vacaciones solo las hacen los jefes. Los años que nos tocaban las vacaciones en julio, yo me ponía muy contento, porque así tenía todo agosto para seguir de vacaciones. Ese ha sido siempre mi ideal: hacer vacaciones de hacer vacaciones hasta la victoria final.