La sociedad del escándalo
Cuesta creerlo, pero hace pocos años las redes sociales fueron recibidas como una fabulosa herramienta para profundizar en una democracia más abierta y participativa
Hoy cuesta creerlo, pero hace pocos años las redes sociales fueron recibidas como una fabulosa herramienta para profundizar en una democracia más abierta y participativa. Cuando se lanzó Twitter en 2006 uno de los mayores expertos de nuestro país en periodismo digital decía que la red del pajarito iba a ser “el teletipo de la gente”, es decir, que la agenda informativa ya no estaría solo en manos de las agencias y grandes medios, sino que cualquiera podría publicar su historia en la red. En aquel momento parecía una buena idea. ¿Qué podía salir mal? El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
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Una de las primeras lecciones que podemos aprender es recordar aquel entusiasmo colectivo en este momento de vibrantes jaculatorias a las maravillas que nos promete la inteligencia artificial. Y, en todo caso, es necesario tener en cuenta aquella extendida fe en las bondades de las nuevas tecnologías para comprender la dificultad que hoy tenemos para aceptar la necesidad de limitar el tóxico poder que han acumulados las redes sociales, actualmente en el centro del gran debate internacional sobre el futuro de la democracia.
Todo ha sucedido tan rápido que es más oportuno que nunca preguntarse cómo y cuándo se convirtieron las redes en algo peligroso. El psicólogo estadounidense Jonathan Heidt sitúa ese momento crítico en el periodo entre 2009 y 2013 cuando la implantación, tanto en Facebook como en Twitter (hoy X), del botón 'me gusta' y el de 'compartir' empezó a sacar de los usuarios su parte más moralizante y menos reflexiva. Había nacido la sociedad del escándalo permanente, de la radicalización ideológica mediante el mecanismo de no recibir más que contenidos que coinciden con nuestras preferencias, y de la lapidación digital instantánea del que opina contracorriente. O simplemente del diferente.
Podríamos creer que las grandes plataformas hicieron esto solo para ganar más dinero aumentando el número de interacciones de los usuarios, lo que les garantiza más publicidad y completísimos perfiles de nuestras preferencias para su venta en el mercado del big data.
Sin embargo, ahora sabemos que, cuando fueron alertados por algunos de sus propios técnicos de los efectos indeseados que estaban causando, ignoraron las advertencias. O que, como en la campaña del Brexit, se usaron sin autorización de los usuarios muchos datos personales para influir a favor de la salida de la Unión Europea. Por no hablar del torrente de información falsa, bulos e insultos que circula por las redes y de la evidencia de que eso está siendo empleado por todo tipo de oscuros poderes para desestabilizar nuestras democracias. Y también del impacto de los mecanismos psicológicos de adicción que generan estas plataformas en la salud mental de toda una generación.
Poner límites a estas redes sociales que usa hoy más de la mitad de la población mundial y un número igualmente elevado de bots es una tarea prácticamente imposible. Pero, además, hay en muchas personas una cierta incomodidad ante la idea de hacer algo que parece ir en contra de la libertad de expresión y de libertades ciudadanas básicas en el siglo XXI.
Las redes sociales son una herramienta de comunicación sin la que ya no es posible entender la vida personal y social. Pero esas extraordinarias capacidades no las convierten en un espacio democrático porque carece de las características básicas para ello (respeto, confianza, verosimilitud, reglas de juego). Intentar reparar esos defectos que las han convertido en un riesgo para la democracia es una tarea inaplazable y en la que toda la sociedad debería implicarse. Cualquier pequeño avance será mejor que seguir creyendo que es una buena idea que cuatro magnates digitales decidan cómo debe funcionar el mundo.
Fake news
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José Carlos Arnal Losilla
Periodista y escritor. Autor de “Ciudad abierta, ciudad digital” (Ed. Catarata, 2021). Ha trabajado...